ESPIRITUALIDAD

¿Todos llamados a ser santos?                  

Por:  Raúl Espinoza Aguilera         


El primero de noviembre se celebra la festividad de todos los santos. Pienso que automáticamente pensamos en todos los fieles cristianos que ya llegaron al Cielo y gozan de la Eterna Bienaventuranza.

La Iglesia recomienda vivamente que imitemos las virtudes y actos heroicos de esos santos y les pidamos favores espirituales. Son nuestros grandes amigos e intercesores ante Dios.

Pero hay otra faceta, quizá no muy conocida, que proclamó el Concilio Vaticano II, consistente en la llamada universal a la santidad. ¿Qué significa esto? Que todo cristiano por el sólo hecho de estar bautizado puede aspirar a la búsqueda de la santidad en medio de sus quehaceres cotidianos y normales en medio del mundo.

Tengo especial simpatía por  esos innumerables santos de los primeros siglos del Cristianismo que algunos de sus nombres están recogidos en los Hechos de los Apóstoles, en las Epístolas de San Pedro, San Pablo, así como en los textos de los Santos Padres.

Unos eran comerciantes, otros elaboraban tiendas de campaña; había amas de casa, militares de carrera, cónsules, personas que ejercían modestos oficios manuales, médicos como San Lucas, profesores, intelectuales…

No se diferenciaban en nada con respecto a los demás ciudadanos: hablaban la misma lengua, vestían igual, estaban presentes -con naturalidad- en la vida pública. Desde luego no asistían a espectáculos inmorales o crueles, por ejemplo, donde los gladiadores luchaban por su propia supervivencia tratando de vencer a las fieras salvajes en el Circo.

Paulatinamente su influencia eficaz fue permeando en toda la Cuenca del Mar Mediterráneo, que era el mundo conocido de entonces: el Imperio Romano. Estos discípulos provenientes desde Asia Menor, muy pronto llegaron a Roma, Galia (Francia), Hispania (España) y Norte de África.

Se dice que Santo Tomás Apóstol llegó hasta la India, San Marcos a Alejandría, Santiago a España; otros más evangelizaron en Etiopía, Arabia, Turquía, los países eslavos, Inglaterra, Irlanda…

Junto con ellos, había un contingente de familias que acompañaban a los Apóstoles para cristianizar esos ambientes paganos y que fueron denominadas “las emigraciones apostólicas”.

Lo interesante es que toda esa labor de llevar la semilla de Jesucristo a diversos pueblos, unos la realizaban como Obispos o sacerdotes, pero la gran mayoría  la efectuaban a partir de su trabajo profesional y sus oficios ordinarios, con ocasión del trato de amistad.

Al principio fueron duramente perseguidos por los Emperadores Romanos y muchos de ellos murieron mártires  por confesar su fe, pero como Dios sabe sacar bien del mal aparente, esos sacrificios constituyeron la mejor promoción del cristianismo por todo el orbe conocido.
Ésta fue la gran “revolución cristiana” de los primeros siglos: tan silenciosa como eficaz. Estaba basada en el propio testimonio como en la palabra oportuna y cordial dicha a aquel familiar, amigo, conocido, colega de trabajo…

Pero este admirable ejemplo, no  sólo es para recordarlo como una época gloriosa que ya pasó, sino  para vivirlo también ahora en nuestro siglo XXI. Afirma el Papa Benedicto XVI: “Los fieles laicos son hombres de la Iglesia en el corazón del mundo, y hombres del mundo en el corazón de la Iglesia.

“Su misión propia y específica se realiza en el mundo, de tal modo que, con su testimonio y su actividad, contribuyan a la transformación de las realidades y la creación de estructuras justas según los criterios del Evangelio.

“El ámbito propio de su actividad evangelizadora es el mismo mundo vasto y complejo de la política, de la realidad social y de la economía, como también el  de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional y de los mass media, y de otras realidades abiertas a la evangelización, como son: el amor, la familia, la educación de los niños y los adolescentes, el trabajo profesional y el sufrimiento.

 Blog: raulespinozamx.blogspot.com
“Además tienen el deber de hacer creíble la fe que profesan, mostrando autenticidad y coherencia en su conducta (Documento “Aparecida”, nn. 209-210).

Hoy más que nunca hacen falta cristianos comprometidos con su fe, decididos a influir en su medio ambiente tanto en su mundo familiar, como en el laboral y social. Mujeres y hombres que, identificados con sus demás ciudadanos, sepan compartir sus alegrías, preocupaciones, ilusiones y esperanzas para mejorar nuestra sociedad contemporánea y contribuir a su recristianización.


















Cuando orar nos es fácil


Entrevista con el padre Ignacio Larrañaga


MADRID, lunes 4 de abril de 2011 (ZENIT.org).- El padre Ignacio Larrañaga inició en 1974 el apostolado de los "Encuentros de experiencia de Dios", que impartió en 33 países y 3 continentes a lo largo de unos 30 años. En 1984 fundó los Talleres de Oración y Vida, servicio eclesial aprobado por la Santa Sede y extendido en más de 40 países.

Ahora ha publicado "Dios adentro" (Libros libres), un grato manual para aprender a orar. Con un estilo cercano y asequible, Larrañaga profundiza en el arte de orar de un modo práctico: a través de sus páginas, el lector camina poco a poco desde los primeros pasos hasta la contemplación, va superando sus angustias e inundándose de paz. Con este libro, el padre Larrañaga quiere ofrecer una ayuda eficaz a quienes quieren iniciarse en el trato con Dios.

--Habla usted en "Dios adentro" de la "fe adulta". ¿También en la fe existe un proceso de madurez?

--Padre Larrañaga: Claro, el de la superación de una fe demasiado racional o centrada en la búsqueda de seguridades; una fe capaz de asumir toda clase de riesgos y temores. Esa fe que le permitió a Abraham caminar en la presencia del Señor, que acaba convirtiéndose en la inspiración, el centro y el sentido de su vida.

--¿Tiene sentido una vida sin Dios?
--Padre Larrañaga: Somos pozos infinitos que infinitos finitos jamás podrán llenar. Sólo un infinito puede saciar un pozo infinito. La cultura moderna ha desplazado a Dios del centro de la vida, centro que lo ha ocupado el ego. ¿Consecuencias? La insolidaridad, la moral permisiva, nada tiene sentido, nada vale la pena, llega el nihilismo, cuya consecuencia es un vacío infinito que amenaza asfixiar a la humanidad, y la meta es el suicidio. Una sociedad sin Dios acaba en una sociedad contra el hombre.

--Dice usted que lo que más desconcierta al hombre es el silencio de Dios. ¿Es la oración el mejor modo de "sintonizar" con Él?
--Padre Larrañaga: La oración es el modo de establecer una corriente afectiva con un Tú, de tal manera que dos presencias previamente conocidas y amadas se hacen mutuamente presentes y se establece aquella corriente de dar y recibir, amar y sentirse amados en el silencio del corazón, en la fe, en el amor.

--Vivimos en una sociedad utilitarista, ¿entra Dios en este esquema?
--Padre Larrañaga: Dios no tiene utilidad alguna, porque es gratuidad absoluta.

--¿Se puede aprender a orar?
--Padre Larrañaga: La oración es un don de Dios, y el primer don de Dios; pero también es un arte por tratarse de la convergencia entre la gracia y la naturaleza. Y, como arte, está sometida a las normas de aprendizaje y otras leyes psicológicas. Orar bien exige, pues, método y disciplina.

--¿Orar es fácil?

--Padre Larrañaga: Rezar un Padrenuestro o una Salve es fácil. Pero si se trata de concentrar las energías mentales en un Tú, en el silencio del corazón, en la fe, en el amor... orar no es fácil. Hay que sosegar los nervios, soltar las tensiones, silenciar los clamores interiores y, en la última soledad del ser, acoger el misterio infinito de Dios y... ¡adorar! Eso no es fácil.

--"El que se siente amado por Dios no conoce el miedo", dice en "Dios adentro". En nuestra sociedad llena de miedos, orar, ¿libera? Tratar y experimentar a Dios, ¿puede anular definitivamente nuestros temores?
--Padre Larrañaga: Vivir en profundidad la presencia amorosa y poderosa del Padre, experimentar su ternura en toda la densidad, vivir abandonado y lleno de confianza en sus manos... todo eso destierra inexorablemente y para siempre los miedos y temores del corazón. Y en su lugar sobreviene la Paz.

--La gente se queja diciendo "rezan y no cambian"...
--Padre Larrañaga: Hay que preguntarse que si rezando son así, cómo serían si no rezaran. La gente hace esfuerzos constantes de paciencia, pero nadie los percibe. ¡Cuántos logros silenciosos existen sin que nadie los haya notado! No se puede decir tan alegremente, "rezan y no cambian"...

--Cristo, ¿también revolucionó la oración?
--Padre Larrañaga: Jesús llamó a Dios "Abbá", "querido papá", y dijo "Tú, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre que está allí a solas, contigo". Y también dijo "adoraréis al Padre no en este monte, ni en el monte Sinaí, ni en este templo, ni en aquél, sino en espíritu y verdad´. No cabe mayor revolución.

--¿Qué son los Talleres de Oración y Vida?
--Padre Larrañaga: Son un método de nueva evangelización en el que se ejercita el trato de amistad con el Señor, se realiza un radical proceso de purificación y pacificación, y se emprende el camino hacia la santificación, imitando a Cristo.

--¿Cuáles son las claves para realizar una oración profunda y fructífera?
--Padre Larrañaga: Perseverar en la paciencia, en la fe pura y desnuda. Permanecer a solas con atención amorosa y sosegada en Dios, en sosiego y quietud. El resto, lo hará Dios.








«Trabajen por su salvación»


Escrito por Diana R. García B.   
Domingo 03 de Abril 2011

1) EL ÚNICO SALVADOR QUE EXISTE ES DIOS
«Aguardamos... la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús» (Tito 2, 13)
«Porque no existe bajo el cielo otro Nombre [el de Cristo] dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación» (Hch 4, 12).
Por tanto, nadie se puede salvar a sí mismo.

2) LA SALVACIÓN SE DA POR EL SACRIFICIO DE CRISTO EN LA CRUZ
«Él [Cristo] es la Víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (I Jn 2, 2).
«El llevó sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al pecado, vivamos para la justicia (I Pe 2, 24).
Por tanto, hasta los que nunca lleguen a saber de Cristo podrían salvarse sólo por Cristo.

3) DIOS QUIERE QUE TODOS SE SALVEN
«Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3, 17)
«Dios no nos destinó para la ira, sino para adquirir la salvación» (I Tes 5, 9)
Por tanto, el Señor no creó a nadie con la intención de que se condenara.

4) LA SALVACIÓN ES UN DON, UN REGALO
«Él nos salvó no por obras de justicia que hubiésemos realizado, sino solamente por su misericordia» (Tito 3, 5)19, 25-26).
«Él nos salvó... no por nuestras obras, sino por su propia iniciativa y por la gracia» (II Tim 1, 9).
Por tanto, Dios salva porque quiere hacerlo; los méritos humanos no «obligan» a Dios a salvar a nadie.

5) PERO DIOS QUIERE LA COOPERACIÓN HUMANA
«El Señor hizo al hombre en el principio y lo dejó en manos de su propio albedrío.... Él puso ante ti el fuego y el agua: hacia lo que quieras, extenderás tu mano. Ante los hombres están la vida y la muerte: a cada uno se le dará lo que prefiera» (Eclo 15, 14-17).
«Trabajen por su salvación con temor y temblor» (Flp 2, 12).
Por tanto, aunque Dios quiere salvar a todos, no salva a nadie que no quiera ser salvado, ni a quien se niega a hacer la parte que le corresponde.

6) EL HOMBRE COOPERA EN SU SALVACIÓN A TRAVÉS DE SUS OBRAS
«Se le acercó un hombre y le preguntó: ‘Maestro, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la Vida eterna?’. Jesús le dijo: ‘... Si quieres entrar en la Vida eterna, cumple los Mandamientos’...» (Mt 19, 16-19).
También los paganos:
«Cuando los paganos... cumplen naturalmente con lo que manda la Ley [los Mandamientos]... muestran con su actitud que tienen la Ley en su corazón. Lo demuestra también la conciencia que habla en ellos, cuando se condenan o se aprueban entre sí mismos» (Rm 2,14-15).
Por tanto, la ley natural, inscrita por Dios en el corazón de todo hombre, manda a todos a obrar conforme a ella.

8) SEREMOS JUZGADOS POR LAS OBRAS
«Y los que habían muerto fueron juzgados... cada uno según sus obras» (Ap 20, 12).
«Porque todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba, de acuerdo con sus obras buenas o malas, lo que mereció durante su vida mortal» (II Co 5, 20). 3
«Entonces el Rey dirá...: ‘Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino... porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber.’..» (Mt 25, 34ss).

9) LA FE TAMBIÉN ES NECESARIA PARA LOS QUE CONOCEN A CRISTO
«Cree en el Señor Jesús y te salvarás» (Hch 16, 31).
«El que se resista a creer, se condenará» (Mc 16, 16).
«El que cree en Él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el Hijo único de Dios» (Jn 3, 18).
«Sin fe es imposible agradar a Dios porque nadie se acerca a Dios sin antes creer que Él existe» (Heb 11, 6).
Por tanto, estas advertencias no son aplicables para los que, sin culpa, aún no aceptan a Cristo:
«El que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero, ¿cómo invocarlo sin antes creer en Él? ¿Y cómo creer sin haber oído hablar de Él?» (Rm 13-14).

10) PERO LA FE NO ES SUFICIENTE PARA LOS CREYENTES
«¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo?... La fe, si no va acompañada de las obras, está completamente muerta... El hombre no es justificado sólo por la fe, sino también por las obras...» (Stgo 2, 14-26).
«Aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada» (I Co 13, 2).
«Ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande todas es el amor» (I Co 13, 13).
Por tanto, son las buenas obras, fruto del amor, las que determinan el destino del hombre en el Juicio.

 11) LOS CREYENTES DEBEN ACEPTAR TODO LO QUE EL SEÑOR ENSEÑA Y ORDENA
«El que crea y se bautice se salvará» (Mc 16, 16).
«El que come mi carne y bebe mi sangre [sacramento de la Eucaristía] tiene vida eterna y Yo lo resucitaré el último día»(Jn 6,54).
«A quienes perdonen los pecados les quedarán perdonados [sacramento de la Confesión]...» (Jn 20, 23).

12) HAY QUE TRABAJAR EN LA SALVACIÓN PORQUE SE PUEDE PERDER
«Castigo mi cuerpo y lo tengo sometido, no sea que, después de haber predicado a los demás, yo mismo sea condenado» (I Co 9, 27).
«El que persevere hasta el fin, se salvará» (Mt 24, 13).
«Volveré pronto: conserva firmemente lo que ya posees, para que nadie pueda arrebatarte la corona» (Ap 3, 11).

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Arrepentimiento y perdón


Por monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián

SAN SEBASTIÁN, sábado, 19 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián, en esta Cuaresma sobre el "arrepentimiento y perdón".

En este tiempo de Cuaresma la Iglesia reitera la llamada de Jesucristo en el inicio de su ministerio en Galilea: "Convertíos y creed en el Evangelio" (cf. Mc 1, 15). Afortunadamente, en nuestros días el concepto de "conversión" goza de una notable salud, en la medida en que es entendido como una reorientación positiva de nuestras opciones personales. Por el contrario, existe una indisimulada alergia hacia el concepto de "arrepentimiento", por cuanto la autoinculpación suele ser percibida como un retroceso al pasado, contradictorio con la mirada al futuro, incluso como una humillación.

Ahora bien, ¿es posible la "conversión" sin el "arrepentimiento" del mal cometido? La pregunta podría parecer superflua, ya que la respuesta negativa es obvia. Sin embargo, cuando la Iglesia ha predicado la importancia del arrepentimiento por la violencia generada en nuestro pasado reciente, hemos escuchado con perplejidad algunas voces que afirman que en el Evangelio, el perdón de Jesucristo en ningún caso está condicionado al arrepentimiento del pecador. Se trata de una devaluada interpretación del Evangelio, según la cual el anuncio del amor de Dios a todos -buenos y malos-, así como el mandamiento de Cristo de perdonar a nuestros enemigos, habría que entenderlos en el sentido de una declaración de indulto colectivo, independiente de todo posible arrepentimiento o cambio de vida.

En primer lugar, es muy importante leer el Evangelio en su integridad, sin caer en la tentación de seleccionar las palabras de Jesucristo según nuestra conveniencia. En efecto, el mismo Jesús que dijo "amad a vuestros enemigos" (Mt 5, 44), afirmó igualmente: "Si no os convertís, todos pereceréis" (Lc 13, 3). La parábola de la higuera estéril, en la que se plantea la cuestión de si se debe arrancar la higuera que no da fruto, concluye integrando la misericordia y la justicia de Dios: "Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás" (Lc 13, 8-9).
Por lo tanto, no es cierto que el perdón no esté condicionado al arrepentimiento. Una cosa es el amor incondicional de Dios anunciado por Cristo; y otra muy distinta, que ese amor sea acogido o rechazado por cada uno de nosotros, según la propia conversión u obstinación. Dicho de otra forma: el arrepentimiento es la apertura del hombre al perdón de Dios. Por el contrario, la falta de arrepentimiento es el rechazo del perdón de Dios.


 La presentación del amor incondicional de 
Dios, a modo de un indulto general indiscriminado, no solamente choca con los abundantes pasajes evangélicos que hablan de la posibilidad real de la perdición del hombre (cf. Mt 25, 31ss); sino que tampoco se compagina con la imagen de un Dios que respeta la libertad y la dignidad del hombre. Decía San Agustín: "El que te creó sin ti, no te salvará sin ti". Es decir, siendo cierto que la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven, sin embargo, para ello es necesario que cada uno coopere libremente, abriéndose a la gracia de la conversión. No olvidemos que Cristo crucificado ofrece su perdón incondicional a los dos ladrones que compartían su suplicio; pero mientras uno de ellos acoge su misericordia con un profundo arrepentimiento, el otro la rechaza reafirmándose en su obstinación, (bien entendido que a nosotros no nos corresponde juzgar el destino eterno de aquel ladrón).

El error teológico del que estamos tratando, tiene a mi juicio una cierta influencia protestante. Mientras que Lutero subrayaba que la salvación se alcanzaba por la "sola fides" (es decir, exclusivamente a través de la fe), el Concilio de Trento le respondía afirmando que la justificación del hombre requiere de la fe y de las buenas obras. Es muy ilustrativo el ejemplo que utilizó Lutero para explicar la justificación del hombre ante Dios: "De la misma forma en que la nieve cubre de blanco el montón de estiércol que está en medio del campo, así también la misericordia de Dios cubre la muchedumbre de nuestros pecados con su manto...". Sin embargo, los católicos creemos que la gracia de Dios no se limita a "tapar" el estiércol, sino que produce el milagro de la sanación y santificación de nuestra condición pecadora. (Cabe matizar que en los últimos años se han dado grandes avances en esta cuestión, dentro del diálogo ecuménico con los protestantes).

Pero vamos a ser claros, porque todos somos conscientes de que si hoy estamos debatiendo esta cuestión, desgraciadamente no es porque hayamos entrado en la Cuaresma, sino por la aplicación política que se pretende extraer de la disociación entre perdón y arrepentimiento. La Iglesia no tiene ninguna intención de entrar en el terreno reservado a la legítima pluralidad política; pero tampoco puede permanecer callada cuando el Evangelio es deformado y puesto al servicio de las diferentes ideologías.

Me limito a añadir que la llamada al arrepentimiento para poder acoger el perdón, no es solamente una doctrina específica de los cristianos, sino que también está fundada en una ética natural, aplicable a todo ser humano. La práctica totalidad de los sistema judiciales, supeditan la aplicación de determinadas medidas de gracia a las muestras de arrepentimiento de los delincuentes. Lo contrario no sería ni justo, ni evangélico. De hecho, cuando aceptamos que las penas privativas de la libertad en un estado de derecho no deben tener una finalidad meramente punitiva, sino que también han de estar orientadas a la reeducación y a la reinserción social, estamos reconociendo implícitamente este principio.

Tampoco debemos olvidar que aunque la conversión cristiana requiere del arrepentimiento, lo supera ampliamente: La conversión conlleva la apertura al don de la misericordia, la cual nos permite amar a todos -incluso a nuestros enemigos- con el mismo amor de Cristo. ¡Qué gran ocasión tenemos esta Cuaresma de abrirnos a la gracia de la conversión en el sacramento de la Penitencia! Es ahí donde recibimos el don de "nacer de nuevo" (cf. Jn 3).





 Dos opciones para edificar nuestra vida cristiana



Homilía IX Domingo Tiempo Ordinario Ciclo A
1.- INTRODUCCION.
Está próximo el comienzo de la Cuaresma correspondiente a este año (Miércoles de Ceniza el nueve del presente mes) y se suspende el ciclo de domingos del tiempo ordinario para vivir la preparación espiritual que culminará con el Triduo Pascual.
Teniendo en cuenta lo anterior, hoy, en este domingo, se cierra el Sermón de la Montaña que abarca los capítulos 5, 6, y 7 del evangelio de San Mateo. A este propósito, corresponde la parábola que Cristo nos propone con el fin de adquirir sabiduría verdadera en la aceptación de su mensaje proclamado en la montaña como base firme sobre la cual se edifique nuestra existencia cristiana.
Cristo nos ilumina para seguirle presentándonos dos opciones, refiriéndose a construir una casa sobre roca firme o sobre las arenas movedizas e inconsistentes.
2.- CUMPLIMIENTO DE LA VOLUNTAD DE DIOS, COMO ROCA FIRME DE LA VIDA CRISTIANA.
Esta voluntad debe ser la roca firme sobre la cual los cristianos debemos edificar nuestra vida de fe. Jesús nos dice: “No todo el que me diga: ¡Señor. Señor!, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumpla con la voluntad de mi Padre, que está en los cielos”. Cristo nos ha dejado abierto el camino que debemos recorrer para llegar a la casa de nuestro Padre Dios. El empeño que ha puesto para salvar al género humano ha sido y será siempre, el cumplimiento de la voluntad divina, siendo para El, su manjar que lo ha sostenido para realizar su Pascua como paso de este mundo a la conquista de su glorificación en el cielo. Esta glorificación es la base de nuestra propia glorificación como participación de la del mismo Cristo.
La vida cristiana se determina por el cumplimiento de la voluntad de Dios, Esta voluntad es el amor que Cristo nos ha dado con la entrega total de su vida divino humana como Hijo de Dios hecho hombre,  Salvador nuestro. No existe otra razón por la cual seamos salvos. La oración del Padre Nuestro, nos hace pedir el cumplimiento de esa voluntad de Dios. Este es el pan de cada día que alimenta de verdad cada instante de nuestro vivir con Cristo, por El y en El, camino seguro para acceder al Reino de los cielos y alcanzar de esta manera el esplendor de nuestro destino final al cual Dios nos llama.
3.-  LA CASA CONSTRUIDA SOBRE LA ARENA MOVEDIZA E INCONSISTENTE.
Jesús nos hace ver, que no es posible edificar una casa propia sobre las arenas movedizas: “El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica, se parece a un hombre imprudente que edifica su casa sobre la arena. Vino la lluvia, bajaron las crecientes, se desataron los vientos y dieron contra aquella casa y la arrasaron completamente”.
Fuera de la roca firme del cumplimiento de la voluntad de Dios no puede existir otro fundamento que sostenga firmemente nuestra presencia en la tierra haciendo el bien a ejemplo de Jesús que no vino a ser servido, sino a servir y dar la vida por todos los hombres.
Por esto, también afirma Jesús:”El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica, se parece a un hombre prudente que edificó su casa sobre la roca. Vino la lluvia, bajaron las crecientes, se desataron los vientos y dieron contra aquella casa, pero no se cayó porque estaba construida sobre roca”.
Jesús propone esta parábola de las dos casas, seguramente debido a su experiencia que se desarrolló en la tierra de Palestina donde vivió. Tierra desértica de arenas movedizas y tierra de rocas. En estas tierras cuando llueve y sopla violentamente el viento, las aguas encajonadas en los arroyos y ríos, se encrespan con fuerza arrasando las arenas depositadas el las hondonadas que luego son arrastradas por las aguas broncas que buscan con energía imparable su cauce definitivo. Bien sabía Cristo, de estas experiencias de su tierra que le vió nacer y llevar a cabo su misión salvadora.
4,. CONSTRUYAMOS NUESTRA VIDA CON LA FIRMEZA DE NUESTRA FE APOYADA SOLIDAMENTE EN LA VOLUNTAD DE DIOS.
El amor a Dios y a los hermanos expresa cabalmente lo que significa cumplir con la voluntad de Dios, centro de nuestra fe auténtica. Esta voluntad debe ser el eje firme de toda nuestra existencia como donación generosa y total, en la construcción del Reino de Dios aquí en la tierra y camino seguro de salvación eterna.
Hoy nos damos cuenta que la inestabilidad de muchos hombres que no acatan la voluntad divina, los lleva a cometer pecados  y crímenes que claman venganza al cielo. Es necesaria la conversión de los corazones para edificar la existencia en roca firme e inconmovible y no sobre las arenas de las pasiones desordenadas, fruto del egoísmo y rechazo de la voluntad de Dios.
Solo en Dios descansan las almas generosas, prudentes y sabias. Lo opuesto es dejar de lado a Dios, única roca firme del ser humano hecho a imagen y semejanza de su Creador y Redentor.
5.- CONCLUSION.
Hoy debemos bendecir al Señor que nos confirma sobre la roca de su Palabra eterna e imperecedera. Le pedimos nos dé prudencia sabia y le pedimos también desechar la necedad y la imprudencia que llevan a la perdición, de quienes construyen sobre la arena egoísta y caduca del mal y del pecado.
¡Señor Jesús, ayúdanos a cumplir siempre tu voluntad y ser así aceptos a los ojos de tu Padre y nuestro Padre en el feliz cumplimiento de su voluntad adorable y segura!...
Ciudad de Nuestra Señora de los Zacatecas, a 6 de marzo de 2011.

+  Fernando Mario Chávez Ruvalcaba
Obispo Emérito de Zacatecas










 



El cardenal Rouco afirma que “es preciso emprender un camino de conversión para que el amor de Cristo nos salve y nos cure”


Con motivo de la festividad de Nuestra Señora de Lourdes y la XIX Jornada Mundial del Enfermo, el arzobispo de Madrid, cardenal Antonio Mª Rouco Varela, presidió ayer una Eucaristía en la Capilla de las Hijas de la Caridad, con la que también se clausuraron las Jornadas de Pastoral de la Salud que se han venido desarrollando durante esta semana. En su homilía, el cardenal destacó que las enfermedades de los jóvenes hoy es “dramático” y “difícil de explicar en su plenitud de fuerzas físicas”. Por eso, reflexionamos al ver su destino inmediato y su dolor
Para el cardenal, “le admira a uno ver cómo los niños y los jóvenes tratan la experiencia del dolor, alcanzan unos grados de santidad portentosos”. Según destacó, muchos de ellos, incluso, maduran a través del dolor humano. Pero, también, hay que pensar en los padres, a quienes se les ponen esos trances de la vida.
En este sentido, recordó algunas de las cuestiones que siempre se plantean sobre la enfermedad: “¿Cómo se entiende el dolor? ¿Para qué el dolor? ¿Qué tiene que ver con la vida? ¿Y con la Santidad?” Así, señaló que hoy a los niños se les educa para que no vean el dolor y a los jóvenes se les inculca una propuesta de “todo es energía, hay que triunfar en la vida…” Pero, no, agregó, “para la coyuntura del dolor y de la muerte”. Se trata, de una cultura “que no quiere contar con la muerte ni con el dolor o la enfermedad”.
Hablando del progreso de la ciencia y la técnica, alertó de “las culturas, que nacen de ideologías, en las que Dios no existe” y hacen que el hombre “se coloque frente a Él”. Y dijo que “es preciso emprender un camino de conversión, volver al corazón de Cristo para que su amor nos salve y nos cure”.
Recordó, además, las apariciones de Lourdes, -la primera de ellas el 11 de febrero de 1858-, a Bernardette, para subrayar que la Virgen es “la fuente de inspiración y ayuda”. Sólo así, señaló, puede haber “salud del alma”. “La conexión de la salud del alma y la salud del cuerpo era uno de los grandes aspectos del Evangelio para todos los tiempos y para nuestra época”. Y concluyó afirmando que “cuando uno se deja amar por Cristo, se le cura el corazón” y la enfermedad se trata de otro modo.




Hambre de espiritualidad
II domingo Ordinario: 16 de enero de 2011
Las primeras generaciones cristianas sabían muy bien que “bautizarse” significa literalmente sumergirse en el agua, bañarse o limpiarse. Por eso, diferenciaban muy bien el “bautismo de agua” que impartía el Bautista en las aguas del Jordán y el “bautismo de Espíritu Santo” que reciben de Jesús.
El bautismo de Jesús no es un baño corporal que se recibe sumergiéndose en el agua, sino un baño interior en el que nos dejamos empapar y penetrar por su Espíritu, que se convierte dentro de nosotros en un manantial de vida nueva e inconfundible.
Por eso, los primeros cristianos bautizaban invocando el nombre de Jesús sobre cada bautizado. Pablo de Tarso dice que los cristianos están bautizados en “Cristo” y, por eso, han de sentirse llamados a “vivir en Cristo”, animados por su Espíritu, interiorizando su experiencia de Dios y sus actitudes más profundas.
No es difícil observar en la sociedad moderna signos que manifiestan un hambre profunda de espiritualidad. Está creciendo el número de personas que buscan algo que les dé fuerza interior para afrontar la vida de manera diferente. Es difícil vivir una vida que no apunta hacia meta alguna. No basta tampoco pasarlo bien. La existencia termina haciéndose insoportable cuando todo se reduce a pragmatismo y frivolidad.
Otros sienten necesidad de paz interior y de seguridad para hacer frente a sentimientos de miedo y de incertidumbre que nacen en su interior. Hay quienes se sienten mal por dentro: heridos, maltratados por la vida, desvalidos, necesitados de sanación interior.
Son cada vez más los que buscan algo que no es técnica, ni ciencia, ni ideología religiosa. Quieren sentirse de manera diferente en la vida. Necesitan experimentar una especie de “salvación”; entrar en contacto con el Misterio que intuyen en su interior.
Nos inquieta mucho que bastantes padres no bauticen ya a sus hijos. Lo que nos ha de preocupar es que muchos y muchas se marchan de nuestra Iglesia sin haber oído hablar del “bautismo del Espíritu” y sin haber podido experimentar a Jesús como fuente interior de vida.
Es un error que en el interior mismo de la Iglesia se esté fomentando, con frecuencia, una espiritualidad que tiende a marginar a Jesús como algo irrelevante y de poca importancia. Los seguidores de Jesús no podemos vivir una espiritualidad seria, lúcida y responsable si no está inspirada por su Espíritu. Nada más importante podemos hoy ofrecer a las personas que una ayuda a encontrarse interiormente con Jesús, nuestro Maestro y Señor.
José Antonio Pagola



La esperanza: fuente de alegría y de fortaleza
¡Caminemos con esperanza! Esta es la gran invitación que el Papa está haciendo a todos los cristianos que nos ha tocado la suerte de comenzar este nuevo milenio de la humanidad, este nuevo milenio de la cristiandad. Ya hemos dicho anteriormente que la condición de los cristianos es ir como peregrinos en medio del mundo hacia la patria prometida.
Caminar es el modo común de vivir del cristiano. No podemos darnos el lujo de quedarnos sentados ni cruzado de brazos. Dios nos ha dado la vocación de peregrinos, de caminantes. Y hoy menos que nunca podemos acobardarnos frente a la gran tarea de colaborar con nuestra fe y con nuestro esfuerzo en la transformación de nuestra sociedad tan maltrecha y tan golpeada, por una sociedad nueva, donde todos los hombres puedan vivir con dignidad, en un marco de justicia, de tranquilidad y de armonía, donde nadie se quede afuera, ni porque se le falte respeto sus derechos, ni porque se quede con los brazos cruzados. «Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia - dice el Papa - como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo».
Hay que adentrarse, Hay que remar mar adentro, con coraje, con fe pero sobre todo con una gran esperanza, ya que sabemos que nuestro Dios no nos va fallar porque él es fiel a su palabra y lo que dice lo hace. «El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre,- sigue diciendo el Papa - realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos». ¡Si, en sus instrumentos!, poniendo nuestros brazos, nuestras piernas, nuestras inteligencias, nuestra voluntad y sobre todo nuestro corazón, con entrega generosa, sin recortes ni egoísmos, sin miedo ni desesperación.
Es muy importante no dudar, no titubear ante esta importante hora a la que Dios nos llama, con la conciencia de que asumimos una importante responsabilidad histórica: no podemos fallar, no le podemos fallar a Dios que espera de nosotros, no le podemos fallar a las futuras generaciones que no nos tienen más que a nosotros. “Cristo... ahora nos invita una vez más a ponernos en camino: « Id pues y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo » (Mt 28,19).
El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos» sigue exhortándonos el Vicario de Cristo. «Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza « que no defrauda » (Rm 5,5).»
Y aquí, de plano, mejor dejo al Papa hablar, ya que sus palabras se entienden por si solas: «Nuestra andadura, al principio de este nuevo siglo, debe hacerse más rápida al recorrer los senderos del mundo. Los caminos, por los que cada uno de nosotros y cada una de nuestras Iglesias caminan, son muchos, pero no hay distancias entre quienes están unidos por la única comunión, la comunión que cada día se nutre de la mesa del Pan eucarístico y de la Palabra de vida. Cada domingo Cristo resucitado nos convoca de nuevo como en el Cenáculo, donde al atardecer del día « primero de la semana » (Jn 20,19) se presentó a los suyos para «exhalar» sobre de ellos el don vivificante del Espíritu e iniciarlos en la gran aventura de la evangelización. “
«Nos acompaña en este camino la Santísima Virgen, a la que hace algunos meses, junto con muchos Obispos llegados a Roma desde todas las partes del mundo, he confiado el tercer milenio. Muchas veces en estos años la he presentado e invocado como « Estrella de la nueva evangelización ». La indico aún como aurora luminosa y guía segura de nuestro camino. « Mujer, he aquí tus hijos », le repito, evocando la voz misma de Jesús (cf. Jn 19,26), y haciéndome voz, ante ella, del cariño filial de toda la Iglesia».
« ¡Queridos hermanos y hermanas! El símbolo de la Puerta Santa se cierra a nuestras espaldas, pero para dejar abierta más que nunca la puerta viva que es Cristo. Después del entusiasmo jubilar ya no volvemos a un anodino día a día. Al contrario, si nuestra peregrinación ha sido auténtica debe como desentumecer nuestras piernas para el camino que nos espera.
Tenemos que imitar la intrepidez del apóstol Pablo: « Lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto, en Cristo Jesús » (Flp 13,14). Al mismo tiempo, hemos de imitar la contemplación de María, la cual, después de la peregrinación a la ciudad santa de Jerusalén, volvió a su casa de Nazaret meditando en su corazón el misterio del Hijo (cf. Lc 2,51) »
«Que Jesús resucitado, el cual nos acompaña en nuestro camino, dejándose reconocer como a los discípulos de Emaús « al partir el pan » (Lc 24,30), nos encuentre vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio: « ¡Hemos visto al Señor! » (Jn 20,25). »
Y porque hemos visto al Señor, nos aventuramos a vivir intensamente centrados en Jesucristo, en un espíritu comunitario cada vez más auténtico, trabajando con ahínco cada día en la santidad personal, en un clima de profunda oración y con un testimonio palpable de fe y caridad, movidos por la Esperanza en el que está vivo y está entre nosotros, Jesucristo Resucitado.




 

Oración para despedir el año
Autor desconocido
Antes de finalizar el año, es oportuno un momento de comunicación con Dios, así expresarle gratitud por el don de la vida, la salud, la familia; también perdón por las fallas cometidas e implorarle su protección en el nuevo año que comienza.
Señor, dueño del tiempo y de la eternidad,
tuyo es el hoy y el mañana, el pasado y el futuro.
Al terminar este año quiero darte gracias
por todo aquello que recibí de Ti.
Gracias por la vida y el amor,
por las flores, el aire y el sol,
por la alegría y el dolor,
por cuanto fue posible y por lo que no.
Te ofrezco cuanto hice en este año,
el trabajo que pude realizar
y las cosas que pasaron por mis manos.
Te presento a las personas que a lo largo de estos meses amé,
las amistades nuevas y los antiguos amores,
los más cercanos a mí y los que estén más lejos,
los que me dieron su mano y aquellos a los que pude ayudar,
con los que compartí la vida, el trabajo, el dolor y la alegría.
Pero también, Señor, hoy quiero pedirte perdón.
Perdón por el tiempo perdido, por el dinero mal gastado,
por la palabra inútil y el amor desperdiciado.
Perdón por las obras vacías y por el trabajo mal hecho,
y perdón por vivir sin entusiasmo.
También por la oración que poco a poco fui aplazando
y que hasta ahora vengo a presentarte.
Por todos mis olvidos, descuidos y silencios,
nuevamente te pido perdón.
En los próximos días iniciaremos un nuevo año
y detengo mi vida ante el nuevo calendario,
y te ofrezco estos días a Ti,
pues sólo Tú sabes si los llegaré a vivir.
Hoy te pido para mí y los míos la paz y la alegría,
la fuerza y la prudencia, la claridad y la sabiduría.
Quiero vivir cada día con optimismo y bondad,
llevando a todas partes un corazón lleno de comprensión y paz.
Cierra Tú mis oídos a toda falsedad
y mis labios a palabras mentirosas, egoístas, mordaces o hirientes.
Abre en cambio mi ser a todo lo que es bueno.
Que mi espíritu se llene sólo de bendiciones
y las derrame a mi paso.
Cólmame de bondad y de alegría para que,
cuantos conviven conmigo o se acerquen a mí,
encuentren en mi vida un poquito de Ti.
Danos un año feliz y enséñanos a repartir felicidad.
Amén

NICAN MOPOHUA     

(Texto original de las apariciones de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego)


Relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe.


En orden y concierto se refiere aquí de qué maravillosa manera se apareció poco ha la siempre Virgen María, Madre de Dios, Nuestra Reina, en el Tepeyac, que se nombra Guadalupe.

Primero se dejó ver de un pobre indio llamado Juan Diego; y después se apareció su preciosa imagen delante del nuevo obispo don fray Juan de Zumárraga. También (se cuentan) todos los milagros que ha hecho.

PRIMERA APARICIÓN


Diez años después de tomada la ciudad de México se suspendió la guerra y hubo paz entre los pueblos, así como empezó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien se vive. A la sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego según se dice, natural de Cuautitlán. Tocante a las cosas espirituales aún todo pertenecía a Tlatilolco.

Era sábado, muy de madrugada, y venía en pos del culto divino y de sus mandados. al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyácac amanecía y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos; callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía que el monte les respondía. Su canto, muy suave y deleitosos, sobrepujaba al del COYOLTOTOTL y del TZINIZCAN y de otros pájaros lindos que cantan.

Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: "¿Por ventura soy digno de lo que oigo? ¿Quizás sueño? ¿Me levanto de dormir? ¿Dónde estoy? ¿Acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores? ¿Acaso ya en el cielo?"

Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo de donde procedía el precioso canto celestial y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían: "Juanito, Juan Dieguito".

Luego se atrevió a ir adonde le llamaban; no se sobresaltó un punto; al contrario, muy contento, fue subiendo al cerrillo, a ver de dónde le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio a una señora, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara.

Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco en que se posaba su planta flechado por los resplandores, semejaba una ajorca de piedras preciosas, y relumbraba la tierra como el arco iris.

Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar, parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro.

Se inclinó delante de ella y oyó su palabra muy blanda y cortés, cual de quien atrae y estima mucho. Ella le dijo: "Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?" Él respondió: "Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco, a seguir cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de nuestro Señor".

Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad, le dijo: "Sabe y ten entendido, tú, el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra.

Deseo vivamente que se me erija aquí un templo para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores.

Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado y lo que has oído.

Ten por seguro que lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo".

Al punto se inclinó delante de ella y le dijo: "Señora mía, ya voy a cumplir tu mandado; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo" Luego bajó, para ir a hacer su mandado; y salió a la calzada que viene en línea recta a México.

Habiendo entrado en la ciudad, sin dilación se fue en derechura al palacio del obispo, que era el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba don fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco. Apenas llegó, trató de verle; rogó a sus criados que fueran a anunciarle y pasado un buen rato vinieron a llamarle, que había mandado el señor obispo que entrara.

Luego que entro, se inclinó y arrodilló delante de él; en seguida le dio el recado de la Señora del Cielo; y también le dijo cuanto admiró, vio y oyó. Después de oír toda su plática y su recado, pareció no darle crédito; y le respondió: "Otra vez vendrás, hijo mío y t e oiré más despacio, lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has venido".

Él salió y se vino triste; porque de ninguna manera se realizó su mensaje.


SEGUNDA APARICIÓN


En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre del cerrillo y acertó con la Señora del Cielo, que le estaba aguardando, allí mismo donde la vio la vez primera.

Al verla se postró delante de ella y le dijo: "Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandado; aunque con dificultad entré a donde es el asiento del prelado; le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, pareció que no la tuvo por cierto, me dijo: "Otra vez vendrás; te oiré más despacio: veré muy desde el principio el deseo y voluntad con que has venido..."

Comprendí perfectamente en la manera que me respondió, que piensa que es quizás invención mía que Tú quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden tuya; por lo cual, te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado le encargues que lleve tu mensaje para que le crean porque yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y Tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro.

Perdóname que te cause gran pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía". Le respondió la Santísima Virgen: "Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad.

Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por enero mi voluntad, que tiene que poner por obra el templo que le pido.

Y otra vez dile que yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía”. Respondió Juan Diego: ”Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena gana iré a cumplir tu mandado; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino.

Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré oído con agrado; o si fuere oído, quizás no se me creerá. Mañana en la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a dar razón de tu mensaje con lo que responda el prelado. Ya de ti me despido, Hija mía la más pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entre tanto”.

Luego se fue él a descansar a su casa. Al día siguiente, domingo, muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a instruirse en las cosas divinas y estar presente en la cuenta para ver enseguida al prelado.

Casi a las diez, se presentó después de que oyó misa y se hizo la cuenta y se dispersó el gentío. Al punto se fue Juan Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño por verlo, otra vez con mucha dificultad le vio: se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora de Cielo; que ojalá que creyera su mensaje, y la voluntad de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifestó que lo quería.

El señor obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas, dónde la vio y cómo era; y él refirió todo perfectamente al señor obispo. Mas aunque explicó con precisión la figura de ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se descubría ser ella la siempre Virgen Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, no le dio crédito y dijo que no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía; que, además, era muy necesaria alguna señal; para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo. Así que lo oyó, dijo Juan Diego al obispo: “Señor, mira cuál ha de ser la señal que pides; que luego iré a pedírsela a la Señora del Cielo que me envía acá”. Viendo el obispo que ratificaba todo, sin dudar, ni retractar nada, le despidió.

Mandó inmediatamente a unas gentes de su casa en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino derecho y caminó por la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del puente Tepeyácac, lo perdieron; y aunque más buscaron por todas partes, en ninguna le vieron. Así es que regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les dio enojo.

Eso fueron a informar al señor obispo, inclinándole a que no le creyera, le dijeron que no más le engañaba; que no más forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía, le habían de coger y castigar con dureza, para que nunca más mintiera y engañara.


TERCERA APARICIÓN


Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del señor obispo; la que oída por la Señora, le dijo: “Bien está, hijo mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso e creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has emprendido; ea, vete ahora; que mañana aquí te aguardo”.

Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió, porque cuando llegó a su casa, un tío que tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado la enfermedad, y estaba muy grave. Primero fue a llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave.

Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera, y viniera a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba muy cierto de que era tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría. El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyácac, hacia el poniente, por donde tenía costumbre de pasar, dijo: “Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me detenga, para que llevase la señal al prelado, según me previno: que primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo deprisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando”.

Luego, dio vuelta al cerro, subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo.


CUARTA APARICIÓN


Pensó que por donde dio vuelta, no podía verle la que está mirando bien a todas partes.

La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿Adónde vas?” ¿Se apenó él un poco o tuvo vergüenza, o se asustó?.

Juan Diego se inclinó delante de ella; y le saludó, diciendo: “Niña mía, la más pequeña de mis hijas. Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿Estás bien de salud, Señora y Niña mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso a tu casa de México a llamar uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor, que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos, venimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte.

Pero si voy a hacerlo, volveré luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname; tenme por ahora paciencia; no te engaño, Hija mía la más pequeña; mañana vendré a toda prisa”. Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: “Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro que ya sanó”.

(Y entonces sanó su tío según después se supo). Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo, se consoló mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes le despachara a ver al señor obispo, a llevarle alguna señal y prueba; a fin de que le creyera.

La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo, donde antes la veía. Le dijo: “Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me vise y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; Enseguida baja y tráelas a mi presencia”.

Al punto subió Juan Diego al cerrillo y cuando llegó a la cumbre se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas, exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo; estaban muy fragantes y llenas de rocío, de la noche, que semejaba perlas preciosas.

Luego empezó a cortarlas; las juntó y las echó en su regazo. Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: “Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo.

Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo que fueras a cortar flores; y todo lo que viste y admiraste; para que puedas inducir al prelado a que te dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido”.

Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que viene derecho a México: ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia de las variadas hermosas flores.

Al llegar al palacio del obispo, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado. Les rogó le dijeran que deseaba verle, pero ninguno de ellos quiso, haciendo como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, que sólo los molestaba, porque les era importuno; y, además, ya les habían informado sus compañeros, que le perdieron de vista, cuando habían ido en su seguimiento.

Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso era llamado; y que al parecer traía algo que portaba en su regazo, se acercaron a él para ver lo que traía y satisfacerse.

Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que tría y que por eso le habían de molestar, empujar o aporrear, descubrió un poco que eran flores, y al ver que todas eran distintas rosas de Castilla, y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, tan abiertas, tan fragantes y tan preciosas.

Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a tomarlas; no tuvieron suerte, porque cuando iban a cogerlas, ya no se veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas o labradas o cosidas en la manta.

Fueron luego a decir al obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indito que tantas veces había venido; el cual hacía mucho que aguardaba, queriendo verle. Cayó, al oírlo el señor obispo, en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y cumpliera lo que solicitaba el indito. Enseguida mandó que entrara a verle.

Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje. Dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad.

Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo cumplió: me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes yo la viera, a que fuese a cortar varias rosas de Castilla.

Después me fui a cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que se den flores, porque sólo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé; cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo miré que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas rosas de Castilla, brillantes de rocío que luego fui a cortar.

Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje. He las aquí: recíbelas”.

Desenvolvió luego su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyácac, que se nombra Guadalupe.

Luego que la vio el señor obispo, él y todos los que allí estaban se arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron; se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y con el pensamiento.

El señor obispo, con lágrimas de tristeza oró y pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie, desató del cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la señora del Cielo.

Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la casa del obispo que aún le detuvo. Al día siguiente, le dijo: “Ea, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erija su templo”.

Inmediatamente se convidó a todos para hacerlo. No bien Juan Diego señaló dónde había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia de irse.

Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino, el cual estaba muy grave, cuando le dejó y vino a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado.

Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía.

Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su sobrino, a quien preguntó la causa de que así lo hicieran y que le honraran mucho.

Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera, se le apareció en el Tepeyácac la Señora del Cielo; La que, diciéndole que no se afligiera, que ya su tío estaba bueno, con que mucho se consoló, le despachó a México, a ver al señor obispo para que le edificara una casa en el Tepeyácac. Manifestó su tío ser cierto que entonces le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo por ella que le había enviado a México a ver al obispo.

También entonces le dijo la Señora que, cuando él fuera a ver al obispo, le revelara lo que vio y de qué manera milagrosa le había sanado; y que bien la nombraría, así como bien había de nombrarse su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de Guadalupe.

Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; a que viniera a informarle y atestiguara delante de él. A entrambos, a él y a su sobrino, los hospedó el obispo en su casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina del Tepeyácac, donde la vio Juan Diego.

El Señor obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo; la sacó del oratorio de su palacio, donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen.

La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen, y a hacerle oración. Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo pintó su preciosa imagen.

 

TIEMPO DE ADVIENTO 2010:

DEL 28 DE NOVIEMBRE HASTA EL 24 DE DICIEMBRE


Sentido del Adviento

«El Adviento y la Navidad han experimentado un incremento de su aspecto externo y festivo profano tal que en el seno de la Iglesia surge de la fe misma una aspiración a un Adviento auténtico: la insuficiencia de ese ánimo festivo por sí sólo se deja sentir, y el objetivo de nuestras aspiraciones es el núcleo del acontecimiento, ese alimento del espíritu fuerte y consistente del que nos queda un reflejo en las palabras piadosas con que nos felicitamos las pascuas. ¿Cuál es ese núcleo de la vivencia del Adviento?

Podemos tomar como punto de partida la palabra «Adviento»; este término no significa «espera», como podría suponerse, sino que es la traducción de la palabra griega parusía, que significa «presencia», o mejor dicho, «llegada», es decir, presencia comenzada. En la antigüedad se usaba para designar la presencia de un rey o señor, o también del dios al que se rinde culto y que regala a sus fieles el tiempo de su parusía. Es decir, que el Adviento significa la presencia comenzada de Dios mismo. Por eso nos recuerda dos cosas: primero, que la presencia de Dios en el mundo ya ha comenzado, y que él ya está presente de una manera oculta; en segundo lugar, que esa presencia de Dios acaba de comenzar, aún no es total, sino que esta proceso de crecimiento y maduración. Su presencia ya ha comenzado, y somos nosotros, los creyentes, quienes, por su voluntad, hemos de hacerlo presente en el mundo. Es por medio de nuestra fe, esperanza y amor como él quiere hacer brillar la luz continuamente en la noche del mundo. De modo que las luces que encendamos en las noches oscuras de este invierno serán a la vez consuelo y advertencia: certeza consoladora de que «la luz del mundo» se ha encendido ya en la noche oscura de Belén y ha cambiado la noche del pecado humano en la noche santa del perdón divino; por otra parte, la conciencia de que esta luz solamente puede —y solamente quiere— seguir brillando si es sostenida por aquellos que, por ser cristianos, continúan a través de los tiempos la obra de Cristo. La luz de Cristo quiere iluminar la noche del mundo a través de la luz que somos nosotros; su presencia ya iniciada ha de seguir creciendo por medio de nosotros. Cuando en la noche santa suene una y otra vez el himno Hodie Christus natus est, debemos recordar que el inicio que se produjo en Belén ha de ser en nosotros inicio permanente, que aquella noche santa es nuevamente un «hoy» cada vez que un hombre permite que la luz del bien haga desaparecer en él las tinieblas del egoísmo (...) el niño Dios nace allí donde se obra por inspiración del amor del Señor, donde se hace algo más que intercambiar regalos.

Adviento significa presencia de Dios ya comenzada, pero también tan sólo comenzada. Esto implica que el cristiano no mira solamente a lo que ya ha sido y ya ha pasado, sino también a lo que está por venir. En medio de todas las desgracias del mundo tiene la certeza de que la simiente de luz sigue creciendo oculta, hasta que un día el bien triunfará definitivamente y todo le estará sometido: el día que Cristo vuelva. Sabe que la presencia de Dios, que acaba de comenzar, será un día presencia total. Y esta certeza le hace libre, le presta un apoyo definitivo (...)».

Alegraos en el Señor

(...) «Alegraos, una vez más os lo digo: alegraos». La alegría es fundamental en el cristianismo, que es por esencia evangelium, buena nueva. Y sin embargo es ahí donde el mundo se equivoca, y sale de la Iglesia en nombre de la alegría, pretendiendo que el cristianismo se la arrebata al hombre con todos sus preceptos y prohibiciones. Ciertamente, la alegría de Cristo no es tan fácil de ver como el placer banal que nace de cualquier diversión. Pero sería falso traducir las palabras: «Alegraos en el Señor» por estas otras: «Alegraos, pero en el Señor», como si en la segunda frase se quisiera recortar lo afirmado en la primera. Significa sencillamente «alegraos en el Señor», ya que el apóstol evidentemente cree que toda verdadera alegría está en el Señor, y que fuera de él no puede haber ninguna. Y de hecho es verdad que toda alegría que se da fuera de él o contra él no satisface, sino que, al contrario, arrastra al hombre a un remolino del que no puede estar verdaderamente contento. Por eso aquí se nos hace saber que la verdadera alegría no llega hasta que no la trae Cristo, y que de lo que se trata en nuestra vida es de aprender a ver y comprender a Cristo, el Dios de la gracia, la luz y la alegría del mundo. Pues nuestra alegría no será auténtica hasta que deje de apoyarse en cosas que pueden sernos arrebatadas y destruidas, y se fundamente en la más íntima profundidad de nuestra existencia, imposible de sernos arrebatada por fuerza alguna del mundo. Y toda pérdida externa debería hacernos avanzar un paso hacia esa intimidad y hacernos más maduros para nuestra vida auténtica.

Así se echa de ver que los dos cuadros laterales del tríptico de Adviento, Juan y María, apuntan al centro, a Cristo, desde el que son comprensibles. Celebrar el Adviento significa, dicho una vez más, despertar a la vida la presencia de Dios oculta en nosotros. Juan y María nos enseñan a hacerlo. Para ello hay que andar un camino de conversión, de alejamiento de lo visible y acercamiento a lo invisible. Andando ese camino somos capaces de ver la maravilla de la gracia y aprendemos que no hay alegría más luminosa para el hombre y para el mundo que la de la gracia, que ha aparecido en Cristo. El mundo no es un conjunto de penas y dolores, toda la angustia que exista en el mundo está amparada por una misericordia amorosa, está dominada y superada por la benevolencia, el perdón y la salvación de Dios. Quien celebre así el Adviento podrá hablar con derecho de la Navidad feliz bienaventurada y llena de gracia. Y conocerá cómo la verdad contenida en la felicitación navideña es algo mucho mayor que ese sentimiento romántico de los que la celebran como una especie de diversión de carnaval».

Estar preparados...

«En el capítulo 13 que Pablo escribió a los cristianos en Roma, dice el Apóstol lo siguiente: «La noche va muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz. Andemos decentemente y como de día, no viviendo en comilonas y borracheras, ni en amancebamientos y libertinajes, ni en querellas y envidias, antes vestíos del Señor Jesucristo...» Según eso, Adviento significa ponerse en pie, despertar, sacudirse del sueño. ¿Qué quiere decir Pablo? Con términos como «comilonas, borracheras, amancebamientos y querellas» ha expresado claramente lo que entiende por «noche». Las comilonas nocturnas, con todos sus acompañamientos, son para él la expresión de lo que significa la noche y el sueño del hombre. Esos banquetes se convierten para San Pablo en imagen del mundo pagano en general que, viviendo de espaldas a la verdadera vocación humana, se hunde en lo material, permanece en la oscuridad sin verdad, duerme a pesar del ruido y del ajetreo. La comilona nocturna aparece como imagen de un mundo malogrado. ¿No debemos reconocer con espanto cuan frecuentemente describe Pablo de ese modo nuestro paganizado presente? Despertarse del sueño significa sublevarse contra el conformismo del mundo y de nuestra época, sacudirnos, con valor para la virtud v la fe, sueño que nos invita a desentendernos a nuestra vocación y nuestras mejor posibilidades. Tal vez las canciones del Adviento, que oímos de nuevo esta semana se tornen señales luminosas para nosotros que nos muestra el camino y nos permiten reconocer que hay una promesa más grande que la el dinero, el poder y el placer. Estar despiertos para Dios y para los demás hombres: he ahí el tipo de vigilancia a la que se refiere el Adviento, la vigilancia que descubre la luz y proporciona más claridad al mundo».

Juan el Bautista y María

«Juan el Bautista y María son los dos grandes prototipos de la existencia propia del Adviento. Por eso, dominan la liturgia de ese período. ¡Fijémonos primero en Juan el Bautista! Está ante nosotros exigiendo y actuando, ejerciendo, pues, ejemplarmente la tarea masculina. Él es el que llama con todo rigor a la metanoia, a transformar nuestro modo de pensar. Quien quiera ser cristiano debe «cambiar» continuamente sus pensamientos. Nuestro punto de vista natural es, desde luego, querer afirmarnos siempre a nosotros mismos, pagar con la misma moneda, ponernos siempre en el centro. Quien quiera encontrar a Dios tiene que convertirse interiormente una y otra vez, caminar en la dirección opuesta. Todo ello se ha de extender también a nuestro modo de comprender la vida en su conjunto. Día tras día nos topamos con el mundo de lo visible. Tan violentamente penetra en nosotros a través de carteles, la radio, el tráfico y demás fenómenos de la vida diaria, que somos inducidos a pensar que sólo existe él. Sin embargo, lo invisible es, en verdad, más excelso y posee más valor que todo lo visible. Una sola alma es, según la soberbia expresión de Pascal, más valiosa que el universo visible. Mas para percibirlo de forma vida es preciso convertirse, transformarse interiormente, vencer la ilusión de lo visible y hacerse sensible, afinar el oído y el espíritu para percibir lo invisible. Aceptar esta realidad es más importante que todo lo que, día tras día, se abalanza violentamente sobre nosotros. Metanoeite: dad una nueva dirección a vuestra mente, disponedla para percibir la presencia de Dios en el mundo, cambiad vuestro modo de pensar, considerar que Dios se hará presente en el mundo en vosotros y por vosotros. Ni siquiera Juan el Bautista se eximió del difícil acontecimiento de transformar su pensamiento, del deber de convertirse. ¡Cuán cierto es que éste es también el destino del sacerdote y de cada cristiano que anuncia a Cristo, al que conocemos y no conocemos!».

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¿Un reinado de pacotilla para el Rey del Universo?


Solemnidad: Jesucristo, Rey del universo: 21 de noviembre de 2010

Lucas 23,35-43.

La Fiesta de Cristo Rey es una de las más recientes en el calendario de la Iglesia. Nace apenas en el 1925 en una época en que los reyes y los príncipes comenzaban a formar colección entre las cosas de la historia y para los cuentos de los niños, junto con las Hadas y  los fantasmas, pero ha llegado a colocarse en un lugar principal, pues con ella se cierra un ciclo más de vida en la Iglesia.

Debemos decir que definitivamente contrasta la imagen de Cristo crucificado, Rey, del que todos se burlan, el pueblo, las autoridades judías, los soldados romanos e incluso los que estaban crucificados juntamente con él, con la imágenes variopintas que nos hemos formado de Cristo Rey, quizá añorando los días de gloria de los reyes coronados con corona de oro, los palacios deslumbrantes y las vestiduras de rojo y escarlata.

Cristo tronó siempre contra las autoridades que se servían de su autoridad para encumbrarse sobre los mortales, a costa de los vasallos o ciudadanos sencillos, por eso rehusó bajarse de la cruz, como se lo pedían, para dar una prueba de que en verdad era rey e Hijo de Dios. No lo quiso hacer. Sin embargo, ante la petición de uno de los malhechores crucificados con él, le promete que ese mismo día estaría con Él en su Reino.

Hoy es día entonces,  de acción de gracias, porque Cristo desde lo alto de la cruz, pero desde su propia resurrección se coloca como el Rey y como el Señor de toda la Creación. Es el que con su muerte hace que nosotros también tengamos la esperanza de resucitar. Me llama poderosamente la atención que los hombres, cuando fueron a solicitarle a David, que se convirtiera en el rey de todas las tribus de Israel, le recordaron: “Somos de tu misma sangre”. Si ellos pudieron decirlo de David porque ya Dios se los había comunicado así, con mayor nosotros podemos sentir que somos de la realeza de Cristo porque llevamos su misma Sangre, la que él derramó en lo alto de la cruz y que a nosotros nos ha hecho sus hermanos.

Y si en verdad queremos alegrarnos con Cristo Rey del Universo, entonces tendremos que comenzar por alabarlo por la obra admirable de la redención, pues él entrego  su vida entera en lo alto de la cruz dispuso todas las cosas para que fuéramos trasladados al reino de la luz, y  en una humanidad dividida por las enemistades y las discordias, él tendría que dirigir  las voluntades de todos los hombres para que se dispusieran  a la reconciliación.

“Tu espíritu mueve los corazones para que los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano y los pueblos busquen la unión”, declara el Prefacio de la Reconciliación y es en verdad el deseo de todos los hombres de buena voluntad y a lo que debemos consagrar todo nuestro empeño y nuestra voluntad, para lograr que está loca  humanidad pueda lograr la unión, la paz y la reconciliación entre todos los hombres.

“Con su  acción eficaz  Cristo conseguirá que las luchas se apacigüen, y crezca el deseo de la paz: que el perdón venza al odio y la indulgencia a la venganza” ese tiene que ser el programa de los que seguimos a Cristo, lograr el perdón de los enemigos y la unidad de todos para que los que hoy sufren hambre, injusticia, migración forzada y falta de educación adecuada y oportunidades iguales para todos los hombres y las naciones.

“Que podamos vernos todos los hombres en el Reinado de Cristo, todos los  hombres de cualquier clase y condición, de toda raza y lengua, en el banquete de la unidad eterna, en un mundo nuevo donde brille la plenitud de tu paz”. Pero que no dejemos para muy lejos ese momento y ese banquete. Que podamos convertirlo en una realidad hoy y entre nosotros.

www.imdosoc.org.mx

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«Coaching» espiritual


ABC

Jorge Trias


Se ha puesto de moda el «coaching», o adiestramiento, para que un «entrenador» o «gurú» nos ayude a sacar lo mejor de nosotros
Si unos años antes se puso de moda en las sociedades desarrolladas la historia del psicoanálisis, ahora se ha sustituido por esta otra modalidad que oímos por todos lados: el «coaching», o adiestramiento, para que una especie de «entrenador» o «gurú» nos ayude a sacar lo mejor de nosotros mismos. Así, aquel que llevaba casi veinte años ejerciendo como abogado descubre que lo suyo es ser escritor; o el que se dedicó a desplumar incautos a través de la ingeniería financiera de repente ve que su vocación es educar niños en Etiopía. Una vez conocí a un ministro conservador —cuyo país no cito porque sería fácilmente identificable— que en verano se iba a levitar a la India. Mal andamos, pensé. También es cierto que, a través de una buena terapia, se puede mejorar y enriquecer humanamente lo que cada uno venimos haciendo desde siempre.
El cristianismo, que simplificó para todos los seres humanos la riquísima tradición bíblica y rabínica, viene haciendo «coaching», con mejor o peor fortuna, desde hace dos mil años. San Silvano, obispo de Emesa —hoy Homs, en Siria— escribía en el siglo III: «Si tienes la costumbre de orar sin cesar, de amar a tu prójimo y de llorar por el mundo entero durante la oración, tu alma será atraída hacia la oración, las lágrimas y el amor: Y si tienes por costumbre dar limosna, ser abierto a tu padre espiritual cuando te confiesas, siempre actuarás de esta manera y encontrarás la paz de Dios» (Magnificat, octubre de 2010). No sólo el cristianismo o la religión judía pretenden extraer lo mejor de nosotros mismos. De otro modo también lo hacen los musulmanes o los budistas, aunque a veces consigan, los primeros especialmente, el efecto contrario. Le estoy dando vueltas a esto del «coaching» y, quizás sí, a lo mejor me dé hoy una vuelta por la iglesia a ver qué escucho en mi interior…