Encender una fe gastada
XXXII Domingo del Tiempo Ordinario
Evangelio según San Mateo 25,1-13
La primera generación cristiana vivió convencida de que Jesús, el Señor resucitado, volvería muy pronto lleno de vida. No fue así. Poco a poco, los seguidores de Jesús se tuvieron que preparar para una larga espera.
No es difícil imaginar las preguntas que se despertaron entre ellos. ¿Cómo mantener vivo el espíritu de los comienzos? ¿Cómo vivir despiertos mientras llega el Señor? ¿Cómo alimentar la fe sin dejar que se apague? Un relato de Jesús sobre lo sucedido en una boda les ayudaba a pensar la respuesta.
Diez jóvenes, amigas de la novia, encienden sus antorchas y se preparan para recibir al esposo. Cuando, al caer el sol, llegue a tomar consigo a la esposa, los acompañarán a ambos en el cortejo que los llevará hasta la casa del esposo donde se celebrará el banquete nupcial.
Hay un detalle que el narrador quiere destacar desde el comienzo. Entre las jóvenes hay cinco «sensatas» y previsoras que toman consigo aceite para impregnar sus antorchas a medida que se vaya consumiendo la llama. Las otras cinco son unas «necias» y descuidadas que se olvidan de tomar aceite con el riesgo de que se les apaguen las antorchas.
Pronto descubrirán su error. El esposo se retrasa y no llega hasta medianoche. Cuando se oye la llamada a recibirlo, las sensatas alimentan con su aceite la llama de sus antorchas y acompañan al esposo hasta entrar con él en la fiesta. Las necias no saben sino lamentarse: «Que se nos apagan las antorchas». Ocupadas en adquirir aceite, llegan al banquete cuando la puerta está cerrada. Demasiado tarde.
Muchos comentaristas tratan de buscar un significado secreto al símbolo del «aceite». ¿Está Jesús hablando del fervor espiritual, del amor, de la gracia bautismal…? Tal vez es más sencillo recordar su gran deseo: «Yo he venido a traer fuego a la tierra, y ¿qué he de querer sino que se encienda?». ¿Hay algo que pueda encender más nuestra fe que el contacto vivo con él?
¿No es una insensatez pretender conservar una fe gastada sin reavivarla con el fuego de Jesús? ¿No es una contradicción creernos cristianos sin conocer su proyecto ni sentirnos atraídos por su estilo de vida?
Necesitamos urgentemente una calidad nueva en nuestra relación con él. Cuidar todo lo que nos ayude a centrar nuestra vida en su persona. No gastar energías en lo que nos distrae o desvía de su Evangelio. Encender cada domingo nuestra fe rumiando sus palabras y comulgando vitalmente con él. Nadie puede transformar nuestras comunidades como Jesús.
José Antonio Pagola
Ven a mí…
XIV domingo tiempo ordinario.
(Mt 11, 25-30)
El entorno social, en el que se mueve Jesús, es renuente a su enseñanza y muy resistente para aceptarlo y reconocerlo por lo que verdaderamente es y que Él mismo intenta revelar pacientemente. Incomprensiones, rechazos, calumnias, persecución, negaciones han sido al orden del día. Jesús ha recorrido varios pueblos, pero no ha encontrado la respuesta que esperaba.
Se ha esforzado por anunciar la buena nueva del Reino, de manera creativa y sencilla; ha hecho milagros extraordinarios que curan, mueven y liberan pero, aun así, la gente ‘no escucha’, ‘no ve’ y ‘no se convierte’. Sólo en este contexto y con estos antecedentes podemos entender el texto evangélico de hoy, según Mateo. En efecto, la aceptación del misterio de Jesús, de sus enseñanzas e identidad de Hijo de Dios, no es posible sin humildad humana e intervención divina.
Y puesto que los creídos judíos y cultos rabinos no parecen dispuestos a entender las cosas de Jesús, el Señor provee a la gente sencilla de entendimiento y fe: “¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla!”. ¿Quiénes fueron, en efecto, los que acogieron a Jesús? Los humildes, o sea, los que, aun sin tanta cultura religiosa, tenían la sencillez de los ojos y del corazón. Ellos vieron a Jesús, escucharon su palabra, se quedaron fascinados y le siguieron.
A este punto, parece voluntad divina el que los ‘sabios e inteligentes’, esto es, los eruditos judíos, no reconozcan la revelación traída por Jesús, mientras que los ‘sencillos’, o sea, los desprovistos de toda clase de instrucción teológica, la comprendan.
Queda claro, entonces, que la instrucción religiosa y los conocimientos teológicos no son presupuestos necesarios para el conocimiento de la revelación y para creer en el Señor. Por lo contrario, podrían convertirse en ‘obstáculos’ para el conocimiento de los caminos de Dios y de su voluntad.
La revelación divina, por cierto, no puede ser abarcada por agudeza ni erudición humana, sino sólo por la fe y la confianza que son, con mucho, más bien cosa de los sencillos que de los ‘sabios’. En esta incredulidad de los ‘sabedores’ y en la fe de los sencillos reconoce Jesús la mano del Padre y le alaba, por ello, lleno de gozo y complacencia: “¡Te doy gracias, Padre!”.
El versículo que sigue parece totalmente desconectado del anterior: “El Padre ha puesto todas las cosas en mis manos”. Sin embargo, no es inoportuno, en este momento solemne, que Jesús vuelva a proponer la conciencia sobrehumana que nutre de sí mismo. El Padre le ha entregado todas las cosas, por el carácter único de la relación que con Él le une. Esta misma queda aclarada por la afirmación sobre el conocimiento recíproco entre el Padre y el Hijo: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”.
La confirmación de su ‘filiación’ e identidad divina tiene la finalidad de señalar el carácter único del papel de Jesús en la obra de la redención y pedir su aceptación, en la fe. Gracias, entonces, a la actitud de sencillez y a la fe, la misma revelación y las exigencias de Jesús se volverán en algo suave y realizable para quienes decidan seguirle. El “¡Vengan a mí!”, por supuesto, nos introduce en una relación armoniosa y serena, entre Jesús y sus seguidores, que no tiene nada que ver con la relación idolátrica de los judíos y su ‘ley’ mosaica.
Los fatigados y agobiados, llamados por Jesús hacia sí, no son ni los oprimidos por las culpas del pecado, ni los probados por las dificultades de la vida, sino los que gimen bajo la carga de la ley, impuesta despóticamente por los maestros de la Escritura. Con respecto a la ‘carga opresiva’ que era la ley antigua, el cumplimiento de la nueva ley del amor de Jesús resulta ser un verdadero descanso y un ‘yugo’ suave: “Mi yugo es suave y mi carga ligera”.
En efecto, la ley, en la forma casuística desarrollada por los rabinos, era una carga pesada para el hombre religioso y, para la gran masa que la ignoraba, una tarea imposible de realizar, mientras los postulados morales de Jesús, que se reducen al precepto único del amor a Dios y al prójimo, eran y siguen siendo un compromiso mucho más ligero, un ‘yugo’ que libera a los hombres de una agobiante masa de preceptos legales.
Jesús, de verdad, no es un ‘superior’ tiránico e imperioso, como los maestros judíos de la ley, sino bondadoso, afable, y por ello, puede prometer, a los que le siguen, la seguridad del alivio, descanso y paz interior: “Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso”.
Hermosa, por cierto, es la invitación de Jesús “¡Vengan a mí!”, también para el creyente de hoy. El ir a Él no puede que ser fuente de paz, serenidad y aliento, siempre y cuando los ‘rabinos de hoy’ no vuelvan a cargarnos de miles de normas morales que, en lugar de facilitar el ya difícil camino del discípulo, lo hacen más pesado e insoportable.
El Cristianismo, en efecto, más que un conjunto de mandamientos y normas morales, es ‘experiencia viva’
de la persona de Jesús y adelanto del Reino de Dios.
Todo lo demás es por añadidura y es su lógica consecuencia. Cristo no nos ha subordinado a nadie ni a nada. Lo único que nos pide es que, en total libertad, vivamos en esa verdad que nos hace libres, o sea, en Él y que nos amemos los unos a los otros porque, en esta forma de ser, manifestaremos su presencia y su amor. Y encontraremos el verdadero sentido de nuestra existencia y la esperanza de seguir caminando hacia Dios, nuestra verdadera felicidad.
Umberto Marsich
http://ocarm.org/es/content/lectio/lectio-5%C2%BA-domingo-de-pascua-0
V Domingo de Cuaresma: Es tiempo ya de salir de nuestro sepulcro para encaminarnos hacía la vida verdadera
Entrañables hermanos y hermanas: Dios mediante el próximo domingo estaremos conmemorando la entrada triunfante de Jesús en Jerusalén, para dar inició al culmen de nuestro itinerario cuaresmal, la Semana Mayor. Comienza la cuenta regresiva. Si pudiéramos ver por nuestras calles a muertos caminando, el miedo y el pánico serían incontrolables. La muerte casi siempre nos asusta, y ver deambular a los difuntos sería el colmo del terror, cosa que afortunadamente sólo pasa en la ficción. Si nuestra mirada pudiera penetrar al corazón, al interior de las personas, a nosotros mismos, incluso, tal vez no podríamos resistir el espanto. Somos muchos los que estando muertos por dentro, caminamos despistando nuestra muerte. Podemos ser muchos los que moribundos interiormente, aspiramos vida eterna. Es tiempo ya de salir de nuestro sepulcro y encaminarnos hacia la vida verdadera.
Del Evangelio según san Juan 11, 1-45
INTRODUCCIÓN
Como preludio del Evangelio de este domingo el profeta Ezequiel anuncia la promesa poderosa de Dios al vencer las losas de los sepulcros y hacer que el pueblo recupere la vida. En sintonía con aquella visión de los huesos secos que recobran la carne, el mensaje prepara el signo que Jesús realiza en el evangelio de Juan.
Ciertamente que el profeta se refiere al pueblo que viviendo, está muerto y enterrado. Los huesos son los corazones despojados de esperanza y marchitos de fe. Se proclama pues la resurrección de todos los días, la expectativa de Dios de que salgamos todos de nuestros sepulcros donde nos tiene cautivos el pecado y nos encaminemos hacia la tierra que nos pertenece, con un espíritu nuevo, con una vida nueva.
A este domingo de la resurrección de Lázaro correspondía el tercer escrutinio para los catecúmenos que se acercaban al momento de recibir la fe en el bautismo. Apoyados en el cuarto evangelio, Jesús se había manifestado como el Agua Viva, como la Luz que disipa las tinieblas y ahora como la Resurrección y la Vida. Este es el punto más alto donde se desata la fe en el Señor dador de Vida. El que ha recibido el bautismo no puede seguir ni sediento, ni en la obscuridad, ni muerto en su sepulcro. Si bien es cierto que nuestra condición sigue sujeta a la muerte, dice san Pablo en la segunda lectura, también es cierto que el Espíritu de Cristo vive en los redimidos y al dar vida a Jesús resucitado de entre los muertos, nos augura con toda certeza que nuestros cuerpos mortales poseerán la vida.
Ojalá que podamos desatarnos y caminar en una vida nueva, según el Espíritu. Que este último signo que presenta san Juan sea la corona de nuestro propio esfuerzo cuaresmal y podamos disfrutar en adelante, de la vida nueva y de la resurrección definitiva.
1.- PARA DESPERTAR LA FE
La clave de interpretación, sobre todo en el texto de san Juan, es precisamente su finalidad. Desde el propósito que se ha fijado todo se mira con claridad y se comprende el mensaje más fácilmente. Los dignos y los discursos de Jesús en todo el cuarto Evangelio sirven a revelar a Jesús como el Hijo de Dios, y lo hacen de un modo gradual y ascendente. La resurrección de Lázaro es el último signo que anticipa de una vez, su propia y definitiva resurrección.
La enfermedad de Lázaro se concibe desde el principio como una oportunidad para que se glorifique a Dios, por eso no nos sorprende el hecho de que Jesús, avisado de la gravedad de su amigo, permanezca en el lugar donde se encuentra.
Luego, cuando les anuncia que Lázaro ha muerto, Jesús les dice a sus discípulos: “…me alegro por ustedes de no haber estado ahí, para que crean”. Este propósito remata perfectamente en la oración que dirige al Padre para que crean que tú me has enviado. Porque a pesar de los signos y las palabras, a pesar de los milagros y la revelación que hace de sí mismo, muchos siguen sin creer, vacilan, están confundidos. Resulta interesante cómo los judíos presentes se preguntan por la autoridad de Jesús, pues si había abierto los ojos a un ciego de nacimiento, bien podía haber evitado la muerte de Lázaro.
Todo se prepara pues, de tal modo, que Jesús manifiesta su poder y glorifica al Padre, no sólo aliviando una enfermedad, por delicada que fuera, sino más aún, reanimando a un muerto. Esperaban un signo menor, alguna curación, bastaba que ahuyentara la enfermedad, pero nunca se imaginaron que realizaría tal milagro que superaba sus expectativas. Y es que así es Dios, siempre nos sorprende por su generosidad. Este grande milagro tiene también una condición: la fe. La confianza de Marta y de María, el reconocimiento de Jesús como el Señor. Así, tiene este signo un doble efecto: requiere la fe y a la vez la acrecienta.
El objetivo se cumple, cuando en las últimas palabras de este pasaje leemos que muchos judíos, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
Hasta aquí las implicaciones del texto, pero faltaría lo más importante: confrontar nuestra vida con el Evangelio, ponernos de frente a Dios y descubrirle el corazón para orientar nuestro rumbo.
Si somos honestos, no podemos negar que a lo largo de nuestra existencia, de una manera u otra, de forma clara a veces y velada otras, Dios ha realizado prodigios cono nosotros, dígase en signos especialísimos, o dígase en esas otras formas como Él nos hace sentir su poder, fortaleciendo nuestra voluntad, animándonos en las adversidades, sembrando paz en nuestras angustias.
Hemos visto, en nosotros o en alguien más, muestras claras de Su misericordia, hemos escuchado hasta el cansancio su Palabra y seguimos sin creer, esperando un mínimo, indiferentes ante su grandeza que se muestra cada día. Su muerte en la cruz y la resurrección, también fueron para que nosotros creyéramos.
Es cierto que la fe es todo un proceso, que cada persona tiene un ritmo propio, que no hay estándares establecidos para regular cantidades y tiempos de fe, pero también es cierto que cada vez más cuesta cultivar la confianza, mantener despierta la fe y viva la esperanza; es cierto que sofocamos muchas veces con las cosas del mundo y las preocupaciones inútiles la semilla de la fe; es cierto que viendo el amor de Dios no lo “vemos”, en ese sentido de aceptar y agradecer; es cierto que los tiempos posmodernos han eliminado de su vocabulario la palabra “fe” y contemplamos con tristeza las consecuencias de la autosuficiencia del hombre.
Quiero invitarlos, pues, a abrir los ojos de la fe para que seamos capaces de ver la huella de Dios en nuestra vida, su presencia en lo concreto de cada día y nos esforcemos por cultivar la fe hasta dar frutos.
2.- SI HUBIERAS ESTADO AQUÍ…
Escuchar las intervenciones de las hermanas de Lázaro, aprendemos y nos reconocemos en ellas a la vez. Aprendemos porque son capaces de ver la enfermedad y el dolor de alguien que no son ellas mismas, son capaces de compadecerse y de poner ante Jesús la suerte de su hermano Lázaro.
Aprendemos porque solemos pensar en nosotros mismos, porque atribulados por nuestras propias dificultades no siempre estamos atentos a la gravedad y a los males de los hermanos que nos rodean y que sufren incluso más que nosotros. El aviso de Marta y María a Jesús es un signo que delata la ruptura del egoísmo y nos enseña a mirar hacia los lados.
Pero también nos reconocemos porque ordinariamente actuamos así, cuando las cosas se complican y las seguridades que antes nos bastaban ya no son suficientes, terminamos por recurrir a Jesús. Nos hemos dejado engañar con la idea de que –como decía P. Simón Laplace a Napoleón-, la hipótesis de Dios ya no es necesaria, y creemos que el dinero lo puede todo, que la medicina tiene todas las pócimas, que la ciencia tiene todas las respuestas. Pero tarde o temprano llegan las situaciones límite que acompañan la condición del hombre y es entonces cuando la “hipótesis innecesaria” es el único recurso. No vamos a negar que muchas veces el dolor, la enfermedad, los problemas, la aflicción son los motivos que nos acercan a Dios, que nos lanzan en su búsqueda.
Topamos luego con el reproche, con la carestía de la fe que nos mantiene en la incertidumbre, en el vacilo, en la desconfianza y que termina convirtiéndose en rebeldía y reclamo a Dios. Primero Marta y luego María repiten las mismas palabras: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. ¿Les suenan conocidas estas palabras? Ordinariamente brotan por sí solas cuando nuestros proyectos se frustran, cuando nuestras esperanzas se derrumban, cuando nuestros planes fallan, cuando nuestros caprichos no se realizan.
Señor, si tú hubieras querido mi padre o mi madre no habían muerto; si hubieras querido, mi hijo seguiría con vida; si hubieras querido, no tendría que ver sufrir a mis seres queridos; si hubieras querido, no estaría pasando este problema laboral o económico; si hubieras querido… cuántas cosas se hubieran evitado. A la mínima contrariedad, nos volvemos Marta y María reclamándole a Dios: por qué nosotros, por qué así, por qué ahora.
Hermanos y hermanas, que rápido se nos olvida que si no hubiera estado aquí, si no hubiera estado el Señor a nuestro lado a la hora de las pruebas y del sufrimiento, no se entiende cómo logramos superar el dolor, ni cómo pudimos seguir adelante. Qué fácil nos descubrimos mentirosos cuando le pedimos se haga siempre su voluntad y luego nos enojamos porque nos causa pena. Qué poca fe tenemos, acabamos por reconocer, cuando pensamos que el sufrimiento, la enfermedad, la muerte es un castigo, es la peor de las suertes. No terminamos de abrir los ojos, no terminamos de creer aún que Jesús es la resurrección y la vida.
Todos somos Marta cuando decimos como ella: Creo firmemente que tú eres el Mesías, e inmediatamente después nos oponemos a recorrer la piedra del sepulcro. Le confesamos al Señor como la Vida verdadera pero seguimos muertos y sepultados.
3.- SOLIDARIO CON LA HUMANIDAD
Para muchos estudiosos de la Sagrada Escritura, san Juan les parece el menos emotivo, el menos preocupado por descubrir y evidenciar los sentimientos de Jesús, puesto que su teología y mensaje pretenden más bien conducir a la fe, manifestar la gloria del Padre, aceptar al Verbo y culminar la obra de la salvación en la cruz. Pero sus fines no se oponen en lo absoluto a dejar entrever la humanidad profunda y encarnada de Cristo. En medio de tanta elaboración teológica del cuarto evangelio no se puede dejar de contemplar una vena abundante y sentida de emoción, de amor, de humanidad palpitante, como en los distintos anuncios de la pasión o en aquella oración excelente por el pueblo de Dios.
En el pasaje de este domingo leemos el versículo más corto del Nuevo Testamento: Jesús se puso a llorar. Es verdad que la muerte es una experiencia que no podemos aprender y reflexionar por nosotros mismos, sino a través de la muerte de otros. También es verdad que el enigma de la muerte no llega a comprenderse del todo, menos aún a aceptarse.
Es verdad que el llorar como el reír es una capacidad exclusiva del hombre. Es verdad que duele -y mucho-, perder a un ser querido. Es válido por tanto, entender que cuando el evangelista Juan nos presenta a un Jesús que llora, nos está revelando mucho más que eso. Ante la muerte de su amigo, Jesús anticipa y experimenta proporcionalmente su propia muerte, entra también en el misterio último del hombre que le desafía a la fe.
Las lágrimas de Jesús son el testimonio silencioso de su humanidad, queda probado el prólogo de este Evangelio que pregona que el Verbo de Dios se hizo hombre, en el sentido total y verdadero; Jesús siendo verdadero Dios es también verdadero hombre. Afirmamos que es en todo semejante a nosotros menos en el pecado no porque desprecie nuestra condición o que parcialice su encarnación, sino porque el pecado no es natural al hombre, entró por un acto de libertad en aquel que al principio fue creado muy bueno.
El llanto de Jesús, por otra parte, es un gesto de solidaridad con toda la humanidad que se entristece con la pérdida de las personas que ama. También Él se conmueve con el sufrimiento ajeno, con el dolor de aquellas hermanas y con la pena de los amigos. Así Jesucristo se une, con su propia tristeza real, con sus lágrimas y su conmoción, a la tristeza nuestra y de tantos hombres y mujeres en todas las latitudes y los tiempos; al llanto de los niños y los pobres, los hermanos que sufren pobreza, guerra, violencia, corrupción, pérdida; a la conmoción de tantas personas de buen corazón que se apiadan de los más débiles y trabajan por remediar sus males.
La pregunta para nosotros sería si hemos llorado por quienes lloran y sufrido con quienes sufren o no pasamos de llorar por nosotros mismos y condolernos de nuestros propios dolores.
4.- ¡SAL DE AHÍ!
Es el momento máximo del signo. Con voz potente, no para que lo escuche Lázaro, sino para que le obedezca la muerte, Jesús dice: Sal de ahí. El que dijo que era el Agua Viva, la Luz del mundo, el Pan del cielo, tiene poder sobre la muerte porque es la Vida. Y salió el muerto. Manda luego desatarle para que pueda andar. Cómo no creer en Jesús viendo tales obras.
Debemos distinguir entre este milagro y el acontecimiento de la resurrección de Jesús. Lázaro solamente volvió a la vida pero un día murió, diciendo de alguna manera, la suya es una resurrección hacia atrás y para ser precisos se trata en realidad de una reanimación, pero que preludia la verdadera resurrección, la que es hacia adelante, la que no torna a la vida de siempre sino a la vida nueva y eterna, la que es definitiva y levanta para la eternidad, la de Jesús.
Es parte de nuestra fe esperar la resurrección final y apostar por la vida del mundo futuro, pero hay una resurrección que es posible aquí y ahora, es la resurrección a que nos lleva esta cuaresma, es la resurrección de los que viviendo estamos muertos.
Por eso, escuchar este pasaje hoy es escuchar las campanas de pascua. A nosotros también nos dice el Señor: ¡Sal de ahí! De nuestros egoísmos, de nuestra indiferencia, de nuestros odios y resentimientos, de nuestra soberbia, de nuestras ambiciones… de tantos sepulcros en que nos hemos metido, de tantas tumbas donde prisioneros voluntarios nos corrompemos hasta la repugnancia. Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro, olía mal, a putrefacción. El evangelio especifica los cuatro días para dejar en claro al pensamiento judío que sostenía que hasta tres días el espíritu vagaba pudiendo volver al cuerpo, quedando en evidencia que realmente estaba muerto.
Cuántos de nosotros, queridísimos amigos y hermanos también llevamos ya cuatro días en el sepulcro, olemos mal, estamos pútridos. Estamos verdaderamente muertos y enterrados desde el momento en que perdemos la fe, dejamos que se marchite la esperanza y dejamos de amar. Estamos muertos cuando nos sepultamos en nosotros mismos y nos olvidamos de todos, hasta de Dios.
Hay muchos adolescentes y jóvenes que están muertos porque no encuentran sentido para su vida; hay muchos esposos que están muertos porque se han dejado de amar, se han lastimado y le han procurado al otro un infierno; hay muchas personas que están muertos porque prefieren aferrarse a sus resentimientos y sus pecados; hay consagrados que están muertos porque se traicionaron a sí mismos y perdieron de vista el sentido de su consagración y pertenencia a Dios.
Escuchemos todos ¡sal de ahí! Y ojalá que salga el muerto, ojalá que salgamos todos los que permanecemos en el sepulcro. Y como parte de nuestra propia resurrección es necesario resucitar a quienes nosotros mismos hemos dado muerte. Si es una obra de misericordia sepultar a los difuntos, más lo es resucitarlos. Vayamos pues a resucitar a tu esposo o esposa, a resucitar a tus hijos o a tus padres, resucitar a tus enemigos y a quienes amando has dejado en el olvido, a resucitar a quien necesita de tu tiempo, de tu compañía o de tu socorro. Quitemos de nuestros hogares y de nuestras calles el yugo de la muerte mediante la caridad, la generosidad, la ayuda y el perdón. Vayamos a desatar a nuestros hermanos para que puedan andar.
A MODO DE CONCLUSIÓN
Siendo breves, bastará con preguntarnos la medida de nuestra fe para reconocer a Jesucristo como la resurrección y la vida. Este tiempo de gracia cuaresmal nos brinda la oportunidad óptima para descubrirnos tal vez muertos y sepultados, y para lanzarnos a escuchar la Palabra de Vida, y resucitar a una existencia distinta de hasta ahora. Jesús nos ha dicho hoy: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Y como a Marta, nos pregunta a nosotros y espera una respuesta convencida y vivida “¿Crees tú esto?”. Si lo creemos de corazón quiere decir, que hemos comenzado ya a resucitar un poco. Deseo vivamente que podamos morir al pecado para poder resucitar con el Señor Jesús.
+ Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
Lectio Divina.
4o. Domingo Cuaresma
Autor: P. Martín Irure
1. INVOCA
Prepara tu ánimo para este rato de comunicación con el Señor. Él te va a dirigir su Palabra. Depende de ti: escucharla, aceptarla, interiorizarla, meditarla... llevarla a la vida. La Palabra te transforma. Deja a un lado tus ocupaciones y preocupaciones: programas, planes, tareas... Prepara la Biblia y la hoja. Cantemos suavemente: Pedimos a la Virgen María que nos trasmita su actitud orante de la Palabra.
Santa María de la Palabra,
el amor te ha hecho libre,
como el alba a la mañana,
porque acogiste la Palabra.
Santa María,
tu corazón sereno es libre,
con la libertad del Reino,
porque bebiste la Palabra.
Santa María,
tu corazón de hambre y sed
de justicia es libre,
con la libertad de un Dios en plenitud,
porque te dejaste conducir
por la Palabra.
Santa María,
tu corazón misericordioso es libre,
con la libertad de ser llamada hija de Dios,
porque ofreciste tu persona a la Palabra.
Santa María,
tu corazón perseguido por la justicia es libre,
con la libertad de ser tuyo el Reino,
porque proclamaste la Palabra.
Santa María,
tu libertad te lleva a ser feliz,
cuando la persecución a causa de Jesús
llama a tu puerta,
porque sintonizaste con la Palabra.
Santa María,
tu corazón se alegra y exalta de gozo,
porque el Señor ha mirado tu pequeñez
y ha pronunciado su Palabra.
Santa María,
tu libertad se hace felicidad,
porque la Palabra acampó entre nosotros
y en ti la Palabra se ha hecho carne.
2. LEE LA PALABRA DE DIOS (Jn 9, 1-41) (Qué dice la Palabra de Dios)
Contexto
La ceguera, como otras enfermedades, según la mentalidad del tiempo de Jesús, era considerada como fruto de una conducta moral pecadora. Así como la buena salud y las riquezas eran signo de que el creyente se portaba bien con Dios. Los discípulos de Jesús participan de esta idea. El núcleo de este texto evangélico es la proclamación de Jesús: Yo soy la luz del mundo (v. 5). Todo este relato es como una larga parábola o catequesis que lleva este mensaje: Jesús es la Palabra y Él es la luz verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre (Jn 1, 9).
Texto
1. El ciego que ve
La vida pasada del ciego ha estado hundido en la oscuridad. Sin visión en sus ojos y sin la visión de la fe. Ver es igual a tener fe. El ciego no pide nada. Es Jesús el que tiene la iniciativa de atenderle y de otorgarle la vista. El ciego que recibe la visión corporal (v. 7). Jesús no se contenta con darle la vista corporal, sino que le va revelando su identidad, hasta que el sanado reconoce que: es un profeta (v. 17); es el Salvador (Hijo del hombre), (v. 38). El encuentro de Jesús con aquel hombre concluye con el acto de fe reconociendo a Jesús como Hijo de Dios: se postró ante él (v. 38). El proceso de reconocer a Jesús como Dios va describiendo los pasos: lavado, que recuerda el bautismo; iluminación, al recibir a Cristo-Luz en el bautismo; sanación corporal de la ceguera: desde las tinieblas a la luz de Cristo; vencimiento las resistencias y ataques y proclama abiertamente que Jesús es el Mesías. Salvación e iluminación total por la fe en Jesucristo; testimonio de la Luz que recibe (vs. 30-33)
2. Yo soy la luz del mundo (v. 5)
Jesús tiene la iniciativa de acercarse al ciego y también la de iniciar el proceso de la visión (vs. 6-7). Destruye la mentalidad de que la ceguera viene del pecado (v. 3). Da sentido a la carencia física y a la enfermedad: Para poner de manifiesto el poder del que me envió (v. 4). Devuelve la dignidad y la voz al ciego sanado, cuando se enfrenta con los fariseos (vs. 24-33). Es proclamado profeta por el sanado (v. 17). Jesús mismo es la Palabra que da la salud corporal y espiritual. Es el Hijo del hombre, el Mesías, el Ungido, que viene a ungir con el Espíritu en el bautismo. Jesús se autoproclama: Yo soy la Luz del mundo. El que me siga no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12).
3. Nosotros, portadores de la Luz
Iluminados con la Luz desde el bautismo, pero caminando entre tinieblas. Hijos de Dios, pero sin la confianza total en el Padre. Creyentes en Jesús, Hijo de Dios, Mesías, Salvador:. Pero, no le creemos del todo con nuestra vida. Discípulos de Jesús, pero sin seguirle radicalmente. Hermanos de Jesús, pero sin crecer en la amistad con Él. Miembros de la Iglesia, pero con nuestros individualismos, sin formar comunidad. Abriendo los ojos a la realidad, pero con evasiones y sin comprometernos. Creyendo que Jesús es la Luz, pero poniendo cristales ahumados para que no hiera nuestra vista. Afirmando y predicando que Él es el Mesías, pero evitando las cruces por causa del Evangelio.
3. MEDITA (Qué me/nos dice la Palabra de Dios)
También puedo andar a oscuras, con los ojos cerrados, porque no tengo fe total en Jesús. También puedo excusarme ante Jesús, temiendo que su curación me lleve a un compromiso definitivo con Él. Tengo que dejarme iluminar por Jesús, para que experimente con claridad qué quiere el Señor de mí y qué respuesta me pide. Como el ciego, tengo que dejarme mirar, ser tocado, mandado, enviado, lavado e iluminado por Jesús. Con y desde Él, sí podré ver con otra visión la vida, para transformarla en tiempo e historia de salvación. Con Él, sí podré ser testigo, superando los miedos y temores de las burlas y malentendidos por causa del Evangelio.
4. ORA (Qué le respondo al Señor)
Cura, Jesús, mi ceguera. Para que pueda descubrirte en el fondo de mi existencia, en los hermanos, en la monotonía de cada día, en los sucesos agradables y desagradables. Abre mis ojos interiores, los de la fe, para dar sentido a mi vida y a la vida de los que me rodean. Sumérgeme, una vez más, en las aguas fecundadas por tu Espíritu, para crecer en mi condición de hijo amado del Padre, hermano tuyo y hermano de las personas. Anímame con tu Espíritu para ser portador de tu Luz a los que caminan a oscuras por la vida. Sáname, Jesús, con tu fortaleza y con tu suavidad, con tu ternura y con tu energía, con tu vida y con tu muerte, con tu cruz y resurrección.
5. CONTEMPLA
Al ciego sanado, valiente, audaz, creyente, testigo, iluminado e iluminador. A Jesús, que se acerca a ti, para abrirte los ojos a la fe y a la confianza. A Jesús, que viene a renovar tu consagración bautismal, para ser más hijo del Padre, más hermano del Hermano y de los hermanos.
6. ACTÚA
Repetiré y viviré lo que expresa el salmo 36, 10: En ti está la fuente viva y tu Luz nos hace ver la luz.
La transfiguración del Señor
II Domingo de Cuaresma: 20 de marzo de 2011
El placer de estar con Jesús Maestro.
“Maestro, ¡Qué a gusto estamos aquí!”: espléndida expresión para darnos a entender la belleza de compartir tiempo, experiencias y vida en compañía de Jesús, el Maestro. Pedro, Santiago y Juan ya han sido ‘seducidos’ por la personalidad misteriosa, atractiva y poderosa de Jesús y su reacción emocional, frente a la transfiguración, no podía ser mejor.
Además, fueron escogidos para ser los únicos testigos de la transfiguración de Jesús, frente a Moisés y Elías, ‘pilares’ del Antiguo Testamento y representantes, el primero de la ‘ley’ y, el segundo, de los ‘profetas’.
Con este inédito escenario, Jesús quiere dar a entender a los discípulos de todos los tiempos, que Él es aquel que da ‘unidad y continuidad’ a la revelación de Dios y a la única historia de salvación, que estamos viviendo, por gracia y gratuidad divina.
“Después se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús”: la conversación de Jesús con Moisés y Elías, verdadero derroche de armonía, misticismo y misterio, marca a los discípulos para siempre y, sobre todo, refuerza esa pálida fe que acababan de profesar.
A este punto, Pedro, en representación de los demás, manifiesta todo el susto y asombro por ese espectáculo ‘celestial’ al que, inesperadamente, están asistiendo:“Maestro –grita emocionado- ¡Qué a gusto estamos aquí!”.
En seguida, casi fuera de sí o, tal vez, atrapado por el miedo de volver a la realidad de la pasión y muerte de Jesús, Pedro exclama: “Hagamos tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. También es cierto que Pedro, con estas palabras, evidencia creer que la época del esplendor mesiánico ha dado comienzo ya y ofrece, en seguida, sus servicios para construir tres chozas e inducir a los tres seres celestiales a quedarse con ellos, para siempre.
El gusto de estar con el Señor, aun cuando se tratara de ayudarlo a cargar la cruz, desde luego, debería ser nuestra aspiración y satisfacción cotidiana.
La ‘suerte’ de tener fe.
La de Pedro, Santiago y Juan, en nuestros tiempos, se llamaría ‘suerte’. Son, de veras, los consentidos del Señor; los llamados a compartir las escenas más audaces y los misterios más trascendentes de la biografía del Señor: “En aquel tiempo –nos dice el evangelista Marcos- Jesús tomó aparte a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos a un monte alto y se transfiguró en su presencia”.
Los tiempos, quizá, ya estaban maduros para que el Señor, a través de esta ‘epifanía’, revelara, frente a sus discípulos, su verdadera identidad y diera un ‘anticipo’ de su gloria futura. Para ello, desde luego, no había mejor lugar que ‘un monte alto’, espacio simbólico de la trascendencia y del mundo divino. Por cierto, este episodio sigue la confesión mesiánica de Pedro en Cesarea de Filipo.
Al Señor, además, le apuraba consolidar la fe de los discípulos, en vista de su próxima pasión y muerte en Jerusalén, frente a lo cual había, de parte de los discípulos, renuencia y resistencia. En este momento, entonces, en que Jesús sube a Jerusalén consciente de lo que allí le pasará, los evangelistas ponen esta espectacular manifestación mesiánica, vistiendo a Jesús de todos los signos de la presencia de la divinidad: blancura, esplendor y nubosidad.
La transfiguración de Jesús.
Transfigurarse significa asumir otra presentación más perfecta, bella, llena de blancura y esplendor: “Sus vestiduras –continúa diciéndonos Marcos- se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr sobre la tierra”.
En efecto, se trataba de blancura deslumbrante y sobrenatural: metáfora de la dimensión sobrenatural de Jesús; signo de la presencia de la divinidad e indicación de la gloriosa ‘meta final’, que sólo los justos alcanzarían, a su tiempo.
El centro del acontecimiento: la revelación de la identidad de Jesús.
Como si se tratara de una gran obra teatral, poco a poco, las emociones de los afortunados espectadores crecen de intensidad.
Luego, una nube misteriosa cubre a los tres seres celestiales con su sombra y, de esta nube, sale una voz que dice: “Éste es mi Hijo amado; escúchenlo”. La aparición de la nube parece ser la respuesta a las palabras de Pedro.
De hecho, la ‘nube’ es la tienda de Dios, el símbolo y la revelación de su presencia, inaccesible para el hombre. Con esas palabras el Padre entrega su único y definitivo Hijo y Maestro, a la humanidad.
En efecto, al maestro se le escucha con atención, para aprender y practicar su enseñanza. Por esta razón, la misteriosa voz del Padre pide, a todos los discípulos del Hijo, escucharlo. Ese ‘escúchenlo’ parece ser un imperativo cargado de autoridad sí, pero también de amor para todo hombre. Escuchar al Maestro, por cierto, no solamente es un deber y una obediencia, sino también es gracia, don y privilegio.
No descuidemos, por tanto, la lectura del Evangelio de Jesús, porque es el medio, por excelencia, con el cual nos habla, hoy.
Conclusión.
Una vez más, en el Evangelio de Marcos, reaparece el conocido ‘secreto mesiánico’, o sea, la invitación, por parte de Jesús a los discípulos, de no revelar a nadie lo que han visto:“Cuando bajaban de la montaña –relata el evangelista- Jesús les mandó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos”.
En efecto, solamente después de la Resurrección se iban a dar esas condiciones de fe favorables para poder entender las revelaciones del Señor. Prueba de ello es la repentina duda que surge, entre los tres discípulos, acerca de las palabras del Maestro:“Discutían entre sí –nos confirma Marcos- qué querría decir eso de ‘resucitar entre los muertos’”. Aún no les había caído el veinte acerca de la próxima muerte del Maestro y, desde luego, no podían entender esas últimas palabras de Jesús.
Queda fuera de discusión, por cierto, que este relato de la transfiguración del Señor habrá que colocarlo en el contexto del primer anuncio que hace Jesús, a sus discípulos, acerca de su pasión y muerte. Cosa que, por cierto, los deja muy pensativo y, a nosotros, asombrados.
Finalmente, el episodio de la ‘transfiguración’ del Señor queda allí, también, como estímulo para que, gracias a la vivencia de la fe en Cristo, se realice, en nosotros, el proceso real de nuestra transfiguración, o sea, de nuestro progresivo proceso de cambio interior y de acercamiento a Dios.
Umberto Marsich
Divina. 9o Domingo del Tiempo OrdinarioTiempo Ordinario. Oración con el Evangelio. Ciclo A.
Autor: P. Martín Irure | Fuente: Catholic.net
1. INVOCA
Prepara tu ánimo para la escucha de la Palabra de Dios. El Señor te va a dirigir su Palabra. Ábrete al Espíritu, para aceptar su inspiración y su animación. La Palabra no sólo nos orienta sino que nos fortalece y nos da vida. Deja a un lado las ocupaciones y las preocupaciones. Prepara el texto bíblico. Haz el silencio exterior e interior. Invoca al Espíritu Santo, repitiendo con insistencia: Veni, Sancte SpiritusVen, Espíritu Santo,
te abro la puerta,
entra en la celda pequeña
de mi propio corazón,
llena de luz y de fuego mis entrañas,
como un rayo láser opérame
de cataratas,
quema la escoria de mis ojos
que no me deja ver tu luz.
Ven. Jesús prometió
que no nos dejaría huérfanos.
No me dejes solo en esta aventura,
por este sendero.
Quiero que tú seas mi guía y mi aliento,
mi fuego y mi viento, mi fuerza y mi luz.
Te necesito en mi noche
como una gran tea luminosa y ardiente
que me ayude a escudriñar las Escrituras.
Tú que eres viento,
sopla el rescoldo y enciende el fuego.
Que arda la lumbre sin llamas ni calor.
Tengo la vida acostumbrada y aburrida.
Tengo las respuestas rutinarias,
mecánicas, aprendidas.
Tú que eres viento,
enciende la llama que engendra la luz.
Tú que eres viento, empuja mi barquilla
en esta aventura apasionante
de leer tu Palabra,
de encontrar a Dios en la Palabra,
de encontrarme a mí mismo
en la lectura.
Oxigena mi sangre
al ritmo de la Palabra
para que no me muera de aburrimiento.
Sopla fuerte, limpia el polvo,
llévate lejos todas las hojas secas
y todas las flores marchitas
de mi propio corazón.
Ven, Espíritu Santo,
acompáñame en esta aventura
y que se renueve la cara de mi vida
ante el espejo de tu Palabra.
Agua, fuego, viento, luz.
Ven, Espíritu Santo. Amén. (A. Somoza)
2. LEE LA PALABRA DE DIOS (Mt 7, 21-27) (Qué dice la Palabra de Dios)
Contexto litúrgico
Seguimos celebrando los domingos del Tiempo Ordinario, con sus lecturas de la Palabra de Dios. Hoy celebramos la Liturgia con los textos del Domingo 9 del T.O.
Contexto bíblico
Estos versículos que leemos hoy forman parte de lo que se llama el Sermón de la montaña, que comprende los capítulos 5, 6 y 7 del Evangelio según san Mateo. En estos capítulos presenta Mateo la enseñanza nueva de Jesús. Como conclusión de este mensaje, las palabras de Jesús resume dos formas de ser discípulos suyos. Jesús es el Maestro. Así le presenta Mateo desde el principio del capítulo 5. Pretende dejar muy claro el mensaje del Maestro y lo que pide de aquel que le quiera seguir.
Texto
1. No todo el que me dice: "Señor, Señor" (v. 21) La enseñanza de Jesús en este texto es sobre la coherencia entre fe y obras, entre oración y conducta, entre lo que creemos y realizamos. El sólido fundamento para nuestra construcción personal ha de estar basado en roca firme, no en arena que fácilmente se mueve y no es estable. Es una llamada que nos hace Jesús para integrar toda nuestra vida desde la fe en Él y unificar nuestra espiritualidad: fe y obras, lo que creemos y lo que practicamos. El que así obra se parece al que construye su casa sobre roca. Edifica su vida sobre cimientos y fundamentos sólidos. Vendrán las tentaciones y las tempestades. Pero, el discípulo fiel se mantendrá inconmovible en su adhesión firme a Jesucristo. La Roca sólida es el mismo Jesucristo. Es el único capaz de hacer inquebrantable nuestra fe. Junto a esa fe firme, necesitamos aferrarnos a un compromiso de vida (oración y acción), para pasar de las palabras a los hechos. La unificación de nuestra actitud interior con la conducta exterior irá convirtiendo nuestra persona conforme al modelo Jesús, siempre coherente, y en conformidad constante con la voluntad del Padre. Ni se puede prescindir de la oración ni se puede quedar sólo en la oración. La oración que no vaya convirtiendo las obras, será una oración estéril. Y la vida (conducta, sentimientos, valores, actitudes) que no sea confrontada constantemente por los valores y criterios del Evangelio, no será una vida auténticamente cristiana.
2. El que hace la voluntad de mi Padre (v. 21)
Obras son amores y no buenas razones. Lo dice el sabio refrán popular. Nosotros damos crédito a aquella persona que hace lo que piensa y que conforma sus palabras con el estilo de su vida. Lo demás es una hipocresía. Vivimos en una sociedad invadida por un exceso insoportable de palabras. Por todos los lados escuchamos buenas palabras, si el interesado quiere presentarse ante los demás. Y el exceso de palabras también se manifiesta en las opiniones que vertimos sobre la conducta de los demás. Según el Evangelio, esto es construir la casa sobre arena. Pues no hay mayor testimonio que el de nuestras obras. Si yo no realizo obras iguales a las de mi Padre, no me crean. Pero si las realizo, acepten el testimonio de las mismas, aunque no quieran creer en mí. De este modo reconocerán que el Padre está en mí y yo en el Padre (Jn 10, 38). La vida cristiana ha de conformarse a la voluntad de Dios. No a otras opiniones o criterios. Y la voluntad de Dios se va realizando cuando los cristianos sintonizan todo su ser al proyecto del mismo Dios: el Reino de Dios en la tierra. Que todos vivamos como hijos suyos, amándonos, ayudándonos, respetándonos, formando la comunidad de discípulos de Jesús. El plan de Dios es que seamos felices, por los caminos trazados por el mismo Dios. Así se construye el edificio de nuestra propia existencia. Si nos apoyamos en nuestro propio modo de vivir una religión inventada y acomodada a nuestro modo de pensar, entonces estamos construyendo sobre arena. La persona fiel al Evangelio es la que está preparada para el momento de la prueba. Aquella persona que sólo se fundamenta en sus actos religiosos, se verá sacudida fuertemente en momentos de prueba. Y seguramente no resistirá tales embates.
3. MEDITA (Qué me/nos dice la Palabra de Dios)
¿Cómo entiendo esta enseñanza de Jesús? ¿Estoy construyendo mi vida sobre sólidos fundamentos? ¿Trato de relacionar y unificar fe y vida? O ¿llevo una doble vida? Por un lado los rezos, las oraciones, los sacramentos y por otro, la conducta, la responsabilidad en el trabajo, la ayuda al prójimo.... ¿Cómo puedo integrar fe y vida? ¿Hago la oración aplicando las inspiraciones del Espíritu a la conversión de mi modo de pensar y obrar?
4. ORA (Qué le respondo al Señor)
Hágase tu voluntad. Haz, Señor, que yo aprenda a querer lo que Tú quieres. Que ponga por delante de mis acciones tu ideal, tu pensamiento, lo que Tú deseas. Hágase tu voluntad, Señor. Porque sé que Tú quieres para mí lo mejor, la felicidad. Hágase tu voluntad. Que dirija siempre mis pasos por tus caminos, aunque, a veces, me resulten dolorosos y difíciles. Hágase tu voluntad, Padre. Que yo conforme mi conducta y mis pensamientos a tu modo de pensar y de obrar. Que no me deje llevar de la hipocresía, haciendo ver que soy buen cristiano, cuando mis obras no van por buen camino.
5. CONTEMPLA
A Jesús, siempre disponible a realizar la voluntad del Padre. A ti mismo, que con frecuencia te dejas llevar por tus caprichos o modos de valorar las cosas.
6. ACTÚA
Repite con frecuencia: Hágase tu voluntad.Preguntas o comentarios al autor P. Martín Irure
Divina. 9o Domingo del Tiempo Ordinario
Autor: P. Martín Irure | Fuente: Catholic.net
1. INVOCA
Prepara tu ánimo para la escucha de la Palabra de Dios. El Señor te va a dirigir su Palabra. Ábrete al Espíritu, para aceptar su inspiración y su animación. La Palabra no sólo nos orienta sino que nos fortalece y nos da vida. Deja a un lado las ocupaciones y las preocupaciones. Prepara el texto bíblico. Haz el silencio exterior e interior. Invoca al Espíritu Santo, repitiendo con insistencia: Veni, Sancte SpiritusVen, Espíritu Santo,
te abro la puerta,
entra en la celda pequeña
de mi propio corazón,
llena de luz y de fuego mis entrañas,
como un rayo láser opérame
de cataratas,
quema la escoria de mis ojos
que no me deja ver tu luz.
Ven. Jesús prometió
que no nos dejaría huérfanos.
No me dejes solo en esta aventura,
por este sendero.
Quiero que tú seas mi guía y mi aliento,
mi fuego y mi viento, mi fuerza y mi luz.
Te necesito en mi noche
como una gran tea luminosa y ardiente
que me ayude a escudriñar las Escrituras.
Tú que eres viento,
sopla el rescoldo y enciende el fuego.
Que arda la lumbre sin llamas ni calor.
Tengo la vida acostumbrada y aburrida.
Tengo las respuestas rutinarias,
mecánicas, aprendidas.
Tú que eres viento,
enciende la llama que engendra la luz.
Tú que eres viento, empuja mi barquilla
en esta aventura apasionante
de leer tu Palabra,
de encontrar a Dios en la Palabra,
de encontrarme a mí mismo
en la lectura.
Oxigena mi sangre
al ritmo de la Palabra
para que no me muera de aburrimiento.
Sopla fuerte, limpia el polvo,
llévate lejos todas las hojas secas
y todas las flores marchitas
de mi propio corazón.
Ven, Espíritu Santo,
acompáñame en esta aventura
y que se renueve la cara de mi vida
ante el espejo de tu Palabra.
Agua, fuego, viento, luz.
Ven, Espíritu Santo. Amén. (A. Somoza)
2. LEE LA PALABRA DE DIOS (Mt 7, 21-27) (Qué dice la Palabra de Dios)
Contexto litúrgico
Seguimos celebrando los domingos del Tiempo Ordinario, con sus lecturas de la Palabra de Dios. Hoy celebramos la Liturgia con los textos del Domingo 9 del T.O.
Contexto bíblico
Estos versículos que leemos hoy forman parte de lo que se llama el Sermón de la montaña, que comprende los capítulos 5, 6 y 7 del Evangelio según san Mateo. En estos capítulos presenta Mateo la enseñanza nueva de Jesús. Como conclusión de este mensaje, las palabras de Jesús resume dos formas de ser discípulos suyos. Jesús es el Maestro. Así le presenta Mateo desde el principio del capítulo 5. Pretende dejar muy claro el mensaje del Maestro y lo que pide de aquel que le quiera seguir.
Texto
1. No todo el que me dice: "Señor, Señor" (v. 21) La enseñanza de Jesús en este texto es sobre la coherencia entre fe y obras, entre oración y conducta, entre lo que creemos y realizamos. El sólido fundamento para nuestra construcción personal ha de estar basado en roca firme, no en arena que fácilmente se mueve y no es estable. Es una llamada que nos hace Jesús para integrar toda nuestra vida desde la fe en Él y unificar nuestra espiritualidad: fe y obras, lo que creemos y lo que practicamos. El que así obra se parece al que construye su casa sobre roca. Edifica su vida sobre cimientos y fundamentos sólidos. Vendrán las tentaciones y las tempestades. Pero, el discípulo fiel se mantendrá inconmovible en su adhesión firme a Jesucristo. La Roca sólida es el mismo Jesucristo. Es el único capaz de hacer inquebrantable nuestra fe. Junto a esa fe firme, necesitamos aferrarnos a un compromiso de vida (oración y acción), para pasar de las palabras a los hechos. La unificación de nuestra actitud interior con la conducta exterior irá convirtiendo nuestra persona conforme al modelo Jesús, siempre coherente, y en conformidad constante con la voluntad del Padre. Ni se puede prescindir de la oración ni se puede quedar sólo en la oración. La oración que no vaya convirtiendo las obras, será una oración estéril. Y la vida (conducta, sentimientos, valores, actitudes) que no sea confrontada constantemente por los valores y criterios del Evangelio, no será una vida auténticamente cristiana.
2. El que hace la voluntad de mi Padre (v. 21)
Obras son amores y no buenas razones. Lo dice el sabio refrán popular. Nosotros damos crédito a aquella persona que hace lo que piensa y que conforma sus palabras con el estilo de su vida. Lo demás es una hipocresía. Vivimos en una sociedad invadida por un exceso insoportable de palabras. Por todos los lados escuchamos buenas palabras, si el interesado quiere presentarse ante los demás. Y el exceso de palabras también se manifiesta en las opiniones que vertimos sobre la conducta de los demás. Según el Evangelio, esto es construir la casa sobre arena. Pues no hay mayor testimonio que el de nuestras obras. Si yo no realizo obras iguales a las de mi Padre, no me crean. Pero si las realizo, acepten el testimonio de las mismas, aunque no quieran creer en mí. De este modo reconocerán que el Padre está en mí y yo en el Padre (Jn 10, 38). La vida cristiana ha de conformarse a la voluntad de Dios. No a otras opiniones o criterios. Y la voluntad de Dios se va realizando cuando los cristianos sintonizan todo su ser al proyecto del mismo Dios: el Reino de Dios en la tierra. Que todos vivamos como hijos suyos, amándonos, ayudándonos, respetándonos, formando la comunidad de discípulos de Jesús. El plan de Dios es que seamos felices, por los caminos trazados por el mismo Dios. Así se construye el edificio de nuestra propia existencia. Si nos apoyamos en nuestro propio modo de vivir una religión inventada y acomodada a nuestro modo de pensar, entonces estamos construyendo sobre arena. La persona fiel al Evangelio es la que está preparada para el momento de la prueba. Aquella persona que sólo se fundamenta en sus actos religiosos, se verá sacudida fuertemente en momentos de prueba. Y seguramente no resistirá tales embates.
3. MEDITA (Qué me/nos dice la Palabra de Dios)
¿Cómo entiendo esta enseñanza de Jesús? ¿Estoy construyendo mi vida sobre sólidos fundamentos? ¿Trato de relacionar y unificar fe y vida? O ¿llevo una doble vida? Por un lado los rezos, las oraciones, los sacramentos y por otro, la conducta, la responsabilidad en el trabajo, la ayuda al prójimo.... ¿Cómo puedo integrar fe y vida? ¿Hago la oración aplicando las inspiraciones del Espíritu a la conversión de mi modo de pensar y obrar?
4. ORA (Qué le respondo al Señor)
Hágase tu voluntad. Haz, Señor, que yo aprenda a querer lo que Tú quieres. Que ponga por delante de mis acciones tu ideal, tu pensamiento, lo que Tú deseas. Hágase tu voluntad, Señor. Porque sé que Tú quieres para mí lo mejor, la felicidad. Hágase tu voluntad. Que dirija siempre mis pasos por tus caminos, aunque, a veces, me resulten dolorosos y difíciles. Hágase tu voluntad, Padre. Que yo conforme mi conducta y mis pensamientos a tu modo de pensar y de obrar. Que no me deje llevar de la hipocresía, haciendo ver que soy buen cristiano, cuando mis obras no van por buen camino.
5. CONTEMPLA
A Jesús, siempre disponible a realizar la voluntad del Padre. A ti mismo, que con frecuencia te dejas llevar por tus caprichos o modos de valorar las cosas.
6. ACTÚA
Repite con frecuencia: Hágase tu voluntad.Preguntas o comentarios al autor P. Martín Irure
¡La poesía en labios de Cristo no lo apartaba de la realidad!
VIII domingo Ordinario: 27 de febrero de 2011Aún no hemos dejado atrás el mensaje de Jesús en la montaña, las Bienaventuranzas, pues Jesús va explicitando su mensaje, sobre todo la primera: “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos”.Hay que decir de principio que los oyentes de Cristo en esta ocasión eran los pobres, gentes desocupadas o a quienes se les negaba una buena retribución a pesar de su duro trabajo, la agricultura, la pesca o trabajos artesanales en los que Cristo invirtió gran parte de su vida.Son ellos mismos los que ahora con sorpresa oyen de labios de Cristo aquello de: “Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro, o bien obedecerá al primero y no le hará caso al segundo. En resumen, no pueden ustedes servir a Dios y al dinero”.¿Cómo se sentirían aquellas gentes que apenas tenían lo necesario para vivir y mal comer? ¿Y qué quiso decirnos a nosotros hombres del siglo XXI?¿Será que Cristo quiere que los bienes y las riquezas vayan a dar al fondo del mar? ¿Cristo desearía que los suyos sean unos desarrapados e inadaptados, renunciando a su capacidad de progreso, renunciando a los avances de la ciencia y a los descubrimientos científicos que están haciendo más llevadera la existencia humana? ¿No será más bien que Cristo quiere que la riqueza sea repartida entre todos los hombres y que todos lleguen a ser hermanos, hijos de un solo Padre, el Buen Padre Dios?Para ilustrar lo que Cristo quiere decir, me gustaría relatar la conversación entre unos turistas y un monje de clausura en su convento:Por concesión especial se les permitió visitar la celda personal del monje. Se sorprendieron grandemente de la pobreza del mobiliario, una mesa, una silla, un buró, unos cuantos libros y un rosario: “¿Pero dónde están sus muebles?” le preguntaron. A lo que el monje respondió preguntando a su vez: “¿Y dónde están los suyos? “. Ah, respondieron: “¡nosotros no necesitamos muebles, porque somos turistas!”. “Pues yo también soy turista en este mundo”, dijo el monje por toda respuesta.Para el cristiano, el trabajo y la actividad, deben ocupar una parte considerable de su tiempo, para abrirse paso y para tener lo necesario, una condición digna de hijos de Dios, pero alejados de toda preocupación, como el monje, pues estamos en las manos de Dios.Dicho de otra forma el creyente tiene que trabajar con todas sus fuerzas y todo su ingenio como si Dios y su providencia no existieran, pero a la vez, el cristiano tiene que confiar en su Padre Dios y en su cuidado como si todo dependiera totalmente de él. Esa es la Providencia de Dios.Una mirada del Padre de la creación y de los hombres, pero un trabajo leal y tranquilo de parte de sus colaboradores. Eso alejará a los suyos de esa gran preocupación de los hombres que no confían precisamente en Dios sino en su afán de riqueza, que les hace idolatrar a esa criatura, el dinero que puede proporcionar placeres, comodidades, una buena casa, coche a la puerta, ropa de marca, celular en la bolsa y, visitas periódicas a los nuevos templos y santuarios de la riqueza: los bancos.En cambio, Cristo propone dos situaciones que no por poéticas dejan de ser prácticas y realistas: las aves del cielo, que revolotean por todos los rincones del planeta, a las que Dios alimenta, aunque no las libra de buscar su propio alimento, pues pasan la mayor parte de su tiempo ocupadas en buscar su alimento y lo hacen sin preocupación, pues van piando entre grano y grano de alimento. No hay preocupación en ellas.Y a continuación, Cristo también se fija en la belleza de las flores, que nos extasían con su encanto, con su colorido y con sus perfumes, con tanta belleza que ni los mismos reyes pueden tener vestiduras tan bellas y tan armónicas como una sola flor que nos habla de la belleza del creador. Sin preocupación alguna, las flores nos extasían y hace agradable y bello nuestro entorno.Comencemos, pues, a buscar ese Reino que Cristo nos señala, un reino de amor, un reino en donde veamos a los hombres como los hermanos del camino, que hará que todos ellos tengan esa condición digna que les permita el vestido, la vivienda, la bebida y sobre todo el pan de cada día.Entre todos lo lograremos y haremos que nuestro Buen Padre Dios sea conocido y alabado entre todos los hombres.Alberto Ramírez Mozqueda
AMAR A QUIEN NOS HACE DAÑO
VII domingo Ordinario: 20 de febrero de 2011
La llamada a amar es seductora. Seguramente, muchos escuchaban con agrado la invitación de Jesús a vivir en una actitud abierta de amistad y generosidad hacia todos. Lo que menos se podían esperar era oírle hablar de amor a los enemigos.
Sólo un loco les podía decir con aquella convicción algo tan absurdo e impensable: «Amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen, perdonad setenta veces siete… » ¿Sabe Jesús lo que está diciendo? ¿Es eso lo que quiere Dios?
Los oyentes le escuchaban escandalizados. ¿Se olvida Jesús de que su pueblo vive sometido a Roma? ¿Ha olvidado los estragos cometidos por sus legiones? ¿No conoce la explotación de los campesinos de Galilea, indefensos ante los abusos de los poderosos terratenientes? ¿Cómo puede hablar de perdón a los enemigos, si todo les está invitando al odio y la venganza?
Jesús no les habla arbitrariamente. Su invitación nace de su experiencia de Dios. El Padre de todos no es violento sino compasivo. No busca la venganza ni conoce el odio. Su amor es incondicional hacia todos: «El hace salir su sol sobre buenos y malos, manda la lluvia a justos e injustos». No discrimina a nadie. No ama sólo a quienes le son fieles. Su amor está abierto a todos.
Este Dios que no excluye a nadie de su amor nos ha de atraer a vivir como él. Esta es en síntesis la llamada de Jesús. “Pareceos a Dios. No seáis enemigos de nadie, ni siquiera de quienes son vuestros enemigos. Amadlos para que seáis dignos de vuestro Padre del cielo“.
Jesús no está pensando en que los queramos con el afecto y el cariño que sentimos hacia nuestros seres más queridos. Amar al enemigo es, sencillamente, no vengarnos, no hacerle daño, no desearle el mal. Pensar, más bien, en lo que puede ser bueno para él. Tratarlo como quisiéramos que nos trataran a nosotros.
¿Es posible amar al enemigo? Jesús no está imponiendo una ley universal. Está invitando a sus seguidores a parecernos a Dios para ir haciendo desaparecer el odio y la enemistad entre sus hijos. Sólo quien vive tratando de identificarse con Jesús llega a amar a quienes le quieren mal.
Atraídos por él, aprendemos a no alimentar el odio contra nadie, a superar el resentimiento, a hacer el bien a todos. Jesús nos invita a «rezar por los que nos persiguen», seguramente, para ir transformando poco a poco nuestro corazón. Amar a quien nos hace daño no es fácil, pero es lo que mejor nos identifica con aquel que murió rezando por quienes lo estaban crucificando: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen“.
José Antonio Pagola
Entender las leyes como Jesús.
VI domingo ordinario: 13 de febrero de 2011
Los judíos hablaban con orgullo de la Ley de Moisés. Era el mejor regalo que habían recibido de Dios. En todas las sinagogas la guardaban con veneración dentro de un cofre depositado en un lugar especial. En esa Ley podían encontrar cuanto necesitaban para ser fieles a Dios.
Jesús, sin embargo, no vive centrado en la Ley. No se dedica a estudiarla ni a explicarla a sus discípulos. No se le ve nunca preocupado por observarla de manera escrupulosa. Ciertamente, no pone en marcha una campaña contra la Ley, pero ésta no ocupa ya un lugar central en su corazón.
Jesús busca la voluntad del Dios desde otra experiencia diferente. Le siente a Dios tratando de abrirse camino entre los hombres para construir con ellos un mundo más justo y fraterno. Esto lo cambia todo. La ley no es ya lo decisivo para saber qué espera Dios de nosotros. Lo primero es “buscar el reino de Dios y su justicia“.
Los fariseos y letrados se preocupan de observar rigurosamente las leyes, pero descuidan el amor y la justicia. Jesús se esfuerza por introducir en sus seguidores otro talante y otro espíritu: «si vuestra justicia no es mejor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de Dios». Hay que superar el legalismo que se contenta con el cumplimiento literal de leyes y normas.
Cuando se busca la voluntad del Padre con la pasión con que la busca Jesús, se va siempre más allá de lo que dicen las leyes. Para caminar hacia ese mundo más humano que Dios quiere para todos, lo importante no es contar con personas observantes de leyes, sino con hombres y mujeres que se parezcan a él.
Aquel que no mata, cumple la Ley, pero si no arranca de su corazón la agresividad hacia su hermano, no se parece a Dios. Aquel que no comete adulterio, cumple la Ley, pero si desea egoístamente la esposa de su hermano, no se asemeja a Dios. En estas personas reina la Ley, pero no Dios; son observantes, pero no saben amar; viven correctamente, pero no construirán un mundo más humano.
Hemos de escuchar bien las palabras de Jesús: «No he venido a abolir la Ley y los profetas, sino a dar plenitud». No ha venido a echar por tierra el patrimonio legal y religioso del antiguo testamento. Ha venido a «dar plenitud», a ensanchar el horizonte del comportamiento humano, a liberar la vida de los peligros del legalismo.
Nuestro cristianismo será más humano y evangélico cuando aprendamos a vivir las leyes, normas, preceptos y tradiciones como los vivía Jesús: buscando ese mundo más justo y fraterno que quiere el Padre.
José Antonio Pagola
El discurso del monte.
Las bienaventuranzas, pronunciadas por Jesús en el monte, bien significan y son la ‘nueva ley’ evangélica del Nuevo Testamento para todos sus discípulos: “En aquel tiempo –nos precisa el evangelista- cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó”.
En el pensamiento del evangelista Mateo, excelente conocedor del Antiguo Testamento, el subir de Jesús al monte reproduce el ascenso de Moisés al monte Sinaí, lugar de las tablas de la ley.
En efecto, las bienaventuranzas de Jesús son la nueva tabla de la ley que Él entrega a sus seguidores: “Cuando se le acercaron – nos dice el evangelista- el Maestro empezó a enseñarles: “Dichosos los pobres de espíritu… dichosos los que lloran… dichosos los que sufren… los que tienen hambre y sed de justicia…”.
Estas primeras ‘bienaventuranzas’ dedicadas, por cierto, a una única categoría de personas, que son los ‘pobres’, siguen sorprendiéndonos. ¿Cómo van a ser dichosos aquellos que todo mundo considera desdichados? Sabia pregunta, sin embargo, toda la enseñanza evangélica de Jesús es diferente de la lógica y la manera de pensar del ‘mundo’.
Sorpresivamente, Jesús trae la felicidad a los que el mundo tiene por desdichados, disminuidos e inútiles. Pero, en línea con el anuncio del Reino de Dios, que Él ha venido a realizar como reino de justicia, de solidaridad, de comunión, de amor y de paz, su declaración de bienaventurados es perfectamente coherente.
En efecto, define dichosos a la categoría de los ‘pobres’ porque, finalmente, en este inédito Reino, que está por construirse alrededor del Señor, serán ellos los que más se beneficiarán. Los pobres, que viven continuamente dependientes de la generosidad de otros y de las circunstancias, son los que podrán experimentar mejor las atenciones de Dios y pertenecer al círculo de sus íntimos amigos.
La recompensa mencionada no parece ser la que tendremos ‘después de la muerte en el Cielo’, sino la del Reino de Dios que llega a nosotros ya en ‘esta tierra’. En el cielo, después, se dará la culminación de todos los bienes trascendentes y eternos.
Pobres de espíritu.
Las bienaventuranzas, justamente, no son un simple elenco de virtudes, sino que describen también la ‘actitud’ de fondo con la que el discípulo se dispone y acoge el proyecto del Reino de Dios.
A diferencia del evangelista Lucas, que reporta dichosos nada más los materialmente pobres, Mateo le agrega ‘de espíritu’: “Dichosos los pobres de espíritu”. Una añadidura que, desde luego, no debe ser malinterpretada. Por cierto, los pobres de Lucas y Mateo coinciden en lo fundamental.
En efecto, para los dos evangelistas, pobres son aquellos que no tienen nada, nada saben y nada ‘valen’. Para Jesús, por lo contrario, son los primeros beneficiarios del Reino. En ello, encontrarán bienes y consuelo, de parte de un Dios cercano, propiedades y justicia eterna.
Además, a aquellos que ponen toda su confianza en Dios, más que en las riquezas, y que se han hecho voluntariamente pobres para seguir al Maestro, o sea, los pobres de ‘espíritu’, se les concederá un suplemento de felicidad en este Reino que está llegando, o sea, un mundo más feliz en la tierra prometida, desde siempre, a Abraham.
Lo ‘escandaloso’ del sermón de la montaña.
Indudablemente, nos encontramos, en esta ocasión, frente a un sermón programático de Jesús y, por cierto, subversivo y de difícil ejecución. Un sermón que infunde esperanza, admiración y alegría a los pobres y que suscita escándalo en los ricos arrogantes, injustos e insaciablemente apegados a sus bienes.
En efecto, indirectamente, cuestiona a todos los que han vivido su ‘paraíso’ en la tierra, excluyendo a los demás de manera egoísta e insolidaria; a todos los que no han tenido misericordia hacia los menos afortunados. Mientras los que han tenido hambre y sed de justicia tendrán pan hasta saciarse; los misericordiosos, es decir, los que han amado al prójimo con el corazón de Dios, vivirán para siempre en su amor; los puros de corazón, que son aquellos que han contemplado a Dios sin pecado y han sido rectos, sinceros y leales, lo verán; en fin, los portadores de la paz divina, o sea, los destructores de barreras y de fronteras, serán llamados hijos de Dios.
Otra bienaventuranza más.
“Felices ustedes cuando por causa mía los maldigan, los persigan y les levanten calumnias”. En esta última bienaventuranza, el Maestro quiere avisar a sus discípulos, de antemano, que es imposible anunciar el Evangelio sin sufrir persecución.
En efecto, en cuanto uno levanta la voz para denunciar todo aquello que contradice el Evangelio, encontrará hostilidad, difamación y muerte. Es verdad que quien sigue este camino no tiene vida fácil y terminará molestando a mucha gente que, en cambio, lo perseguirá.
Los “perseguidos por mi causa”, en fin, son los que, a causa de su compromiso y coherencia con el Evangelio del Reino, comparten con Jesús el camino de la cruz.
A pesar de todo, los discípulos del Señor serán felices porque, en cualquier situación, sentirán siempre la presencia de Dios. A final de cuenta, será siempre el justo quien triunfará y la demostración está en la Resurrección de Jesús.
La última palabra, por cierto, es siempre de Dios. Es Él quien cierra la historia con la victoria de aquellos justos que, en las bienaventuranzas, han recibido los nombres de ‘pobres, afligidos, hambrientos, sedientos de justicia, misericordiosos, puros de corazón, constructores de paz y perseguidos…’
Conclusión
Las ochos bienaventuranzas de Mateo trazan, perfectamente, un ‘programa de vida’ innovador y virtuoso, que nos invita a vivir más cerca del Señor y considerarlo más importante que cualquier otra cosa; un programa que nos impulsa a practicar la justicia hacia los pobres, a vivir con misericordia hacia los necesitados, a conservar puro el corazón y a construir un mundo de paz.
Tenemos, hoy, la oportunidad para refrendar nuestro compromiso con Cristo y cumplir con su novedoso programa de vida, haciendo realidad el espíritu del ‘sermón de la montaña’ y caminar, así, con fidelidad, hacia la santidad.
Umberto Marsich
III Domingo Ordinario: 23 de enero de 2011
La muerte de Juan el Bautista, misteriosamente, conduce a Jesús hacia la ciudad de Cafarnaúm, junto al lago de Tiberíades, y ahí comienza su vida pública y su predicación. La llegada de Jesús, nos dice la Escritura, se convirtió en ‘torrente de luz’ para la ciudad ‘que yacía en tinieblas’. Bien profetizó Isaías, en este sentido, cuando dice: “El pueblo que yacía en tinieblas vio una gran luz. Sobre los que vivían en tierra de sombras una luz resplandeció”.
La simbología de la luz, aplicada a Jesús, revela con precisión el ‘efecto luminoso’ de su presencia en su propia tierra y en el mundo entero. Este contraste entre la luz de Cristo y las tinieblas del mundo humano nos acompañará siempre a lo largo de todo el Evangelio. Significativo es también el hecho de que el inicio del ministerio de Jesús tenga lugar en Galilea, tierra de los paganos, y no en Judea, y que su epicentro sea Cafarnaúm.
Jesús el predicador.
Una forma concreta, con la que Jesús ilumina, es indudablemente la ‘predicación’. En efecto, después de haber llegado a Cafarnaúm, nos dice el evangelista Mateo que: “Desde entonces comenzó a predicar” y, en obediencia al Padre, en su primer mensaje, pide conversión al Reino que, gracias a Él, ha llegado ya para todos los hombres: “Conviértanse –dice Jesús- porque el Reino de los cielos ha llegado”. Reino de los cielos es el ‘proyecto’ que Dios quiere llevar a cabo en el mundo y en la historia, a través de su Hijo, y con la colaboración humana. Sin embargo, para asociarse a la obra del Reino, la condición es que cada hombre se ‘convierta’, o sea, se desprenda de su manera de pensar, de su limitada cosmovisión, de su conducta equivocada, para abrazar la manera divina de construir la historia. Convertirse significa transformarse en hombres ‘nuevos’, más aun, en hijos de Dios.
Jesús invita a sus primeros colaboradores.
Queda muy claro que el objetivo principal de Jesús es anunciar y establecer, aquí y hoy, el Reino de su Padre. Sin embargo, no quiere realizarlo a solas. En efecto, “caminando Jesús por la ribera del mar de Galilea –nos relata el evangelista- vio a dos hermanos, Simón, llamado después Pedro, y Andrés, los cuales estaban echando las redes al mar” y les dijo: “Síganme”. La metodología del Señor, también en esta ocasión, es la de pedir colaboración a gente sencilla y humilde. En efecto, sea Simón que Andrés eran pescadores. Bien: Jesús, llamándolo a su seguimiento, los transformó en ‘pescadores de hombres’. Lo más sorprendente de este relato, a nuestra manera de ver, es el estilo de la respuesta de los dos hombres: inmediata y radical. En efecto, Mateo comenta: “Ellos inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron”. En esas ‘redes’ no es difícil ver el símbolo del pasado y de lo que eran antes del llamado; en la ‘prontitud’ de la respuesta, percibimos el símbolo del entusiasmo y del convencimiento en aceptar la propuesta de vida de Jesús.
A diferencia de los discípulos hebreos que escogían a su maestro, aquí es Jesús el que decide quienes deben seguirlo. Aun hoy, es Él quien sigue llamando a sus discípulos y apóstoles. Es, entonces, el Maestro que toma la iniciativa y no el discípulo. Dios sigue necesitando de la colaboración humana y, por tanto, sigue llamando operarios; los invita y confía en ellos. Esta colaboración, además, no es privilegio de unos cuantos, sino que el llamado es para todos aquellos que se reconocen como cristianos. Ser cristiano en eso consiste: en ser discípulo de Jesús.
En el desprendimiento de la materialidad de las cosas y de los estilos superficiales de vida encontramos, por cierto, la condición imprescindible para que también nosotros experimentemos la aventura de seguir a Jesús. La capacidad de dejar las ‘redes’, o sea, el símbolo de la vida pasada sin Dios y de liberarse de los afectos, aun sanos, si desplazan aquel que le debemos al Maestro, nos favorecerá el seguimiento auténtico y concreto de Jesús. Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, llamados a su vez por el Señor a seguirlo, nos han dejado, en esta línea, un óptimo ejemplo: “Ellos –nos dice el evangelista- dejando en seguida la barca y a su padre, lo siguieron”. La petición que Jesús hace a aquellos que deciden seguirlo, es que no lo consideren, emocionalmente, menos de sus familiares y que se desprendan de los bienes materiales, no porque sean malos, sino porque pueden alejar el corazón y la voluntad de los discípulos del Señor. Los afectos y los bienes, en fin, no pueden constituir el principal centro de interés de los discípulos de Jesús; ni tampoco tener la misma importancia que Jesús.
Seguir al Señor, desde luego, significa asumir también su ‘misión’ de anunciar el Reino del Padre. Misión que, a ejemplo de Jesús, incluye la proclamación de la buena nueva del Reino y el ejercicio de la caridad hacia los necesitados. El evangelista, en efecto, termina el relato evangélico describiéndonos a un Jesús que: “Andaba por toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando la buena nueva del Reino de Dios y curando a la gente de toda enfermedad y dolencia”. Lo que aquí se relata es la síntesis de lo que Jesús hará durante toda su vida pública y es un ‘programa’ para todos los discípulos que decidimos seguirlo. Proclamación y acción; anuncio del Evangelio y compromisos sociales deberán sentar las bases de nuestro seguimiento de Jesús y de nuestra misión evangelizadora.
Umberto Marsich
El Rostro humano de Dios
Domingo II después de Navidad: 2 de enero de 2011
No recuperaremos los cristianos el vigor espiritual que necesitamos en estos tiempos de crisis religiosa, si no aprendemos a vivir nuestra adhesión a Jesús con una calidad nueva. Ya no basta relacionarnos con un Jesús mal conocido, vagamente captado, confesado de manera abstracta o admirado como un líder humano más.
¿Cómo redescubrir con fe renovada el misterio que se encierra en Jesús? ¿Cómo recuperar su novedad única e irrepetible? ¿Cómo dejarnos sacudir por sus palabras de fuego? El prólogo del evangelio de Juan nos recuerda algunas convicciones cristianas de suma importancia.
En Jesús ha ocurrido algo desconcertante. Juan lo dice con términos muy cuidados: «la Palabra de Dios se ha hecho carne». No se ha quedado en silencio para siempre. Dios se nos ha querido comunicar, no a través de revelaciones o apariciones, sino encarnándose en la humanidad de Jesús. No se ha “revestido” de carne, no ha tomado la “apariencia” de un ser humano. Dios se ha hecho realmente carne débil, frágil y vulnerable como la nuestra.
Los cristianos no creemos en un Dios aislado e inaccesible, encerrado en su Misterio impenetrable. Nos podemos encontrar con él en un ser humano como nosotros. Para relacionarnos con él, no hemos de salir de nuestro mundo. No hemos de buscarlo fuera de nuestra vida. Lo encontramos hecho carne en Jesús.
Esto nos hace vivir la relación con él con una profundidad única e inconfundible. Jesús es para nosotros el rostro humano de Dios. En sus gestos de bondad se nos va revelando de manera humana cómo es y cómo nos quiere Dios. En sus palabras vamos escuchando su voz, sus llamadas y sus promesas. En su proyecto descubrimos el proyecto del Padre.
Todo esto lo hemos de entender de manera viva y concreta. La sensibilidad de Jesús para acercarse a los enfermos, curar sus males y aliviar su sufrimiento, nos descubre cómo nos mira Dios cuando no ve sufrir, y cómo nos quiere ver actuar con los que sufren. La acogida amistosa de Jesús a pecadores, prostitutas e indeseables nos manifiesta cómo nos comprende y perdona, y cómo nos quiere ver perdonar a quienes nos ofenden.
Por eso dice Juan que Jesús está «lleno de gracia y de verdad». En él nos encontramos con el amor gratuito y desbordante de Dios. En él acogemos su amor verdadero, firme y fiel. En estos tiempos en que no pocos creyentes viven su fe de manera perpleja, sin saber qué creer ni en quién confiar, nada hay más importante que poner en el centro de las comunidades cristianas a Jesús como rostro humano de Dios.
José Antonio Pagola
“Ella ha concebido por obra…”
IV domingo de Adviento: 19 de diciembre de 2010
Mateo 1, 18-24
Jesús nace de una madre ‘virgen’.
Provoca una extraña emoción el relato evangélico de los eventos que han acontecido previamente al nacimiento de Jesús. Tal vez, por las inéditas circunstancias que lo han preparado: la anunciación del ángel, la ausencia de la participación del esposo en embarazo de María, los sueños, la pesadumbre y honestidad de José y, para rematar, la intervención misteriosa del Espíritu Santo en el proceso de la concepción virginal de la madre.
El evangelista Mateo, en efecto, nos señala, con cierto asombro, algunas de esas circunstancias cuando escribe: “Estando María desposada con José, y antes de que vivieran juntos, sucedió que ella, por obra del Espíritu Santo, estaba esperando un hijo”. En seguida, comenta también el estado de desconcierto de José: “José, esposo de María, que era hombre justo, no queriendo ponerla en evidencia, pensó dejarla en secreto”.
El sueño de José.
La comunicación divina con los protagonistas de la historia de la salvación acontece, frecuentemente, a través de los sueños. Esta ocasión no es la excepción.
En efecto, nos relata el evangelista Mateo, que a José, mientras pensaba apesadumbrado en todo lo que le estaba sucediendo inexplicablemente, un ángel del Señor le dijo en sueños: “José, hijo de David, no dudes en recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo”. El ángel, luego, le revela también la identidad extraordinaria del bebé que su esposa está esperando: “Él salvará a su pueblo de sus pecados”. Frente a la magnitud del misterio anunciado por el ángel, José se siente ‘indigno’ y, en un primer momento, piensa abandonar a María; pero obedece y cumple cabalmente la inédita voluntad de Dios: “Cuando José despertó de aquel sueño –concluye el evangelista- hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y recibió a su esposa”.
Nos da gusto, a la luz de este bellísimo texto evangélico, constatar como el verdadero protagonista sea el humilde ‘José’. La cosa es que, en los evangelios, muy pocas veces es tomado en cuenta. Sin embargo, cuando aparece, viene siempre reconocido en su magna ‘estatura moral’.
Por cierto, se destacan su fidelidad en el cumplimiento de los proyectos de Dios; su profunda fe, a pesar de las difíciles e humanamente incomprensibles peticiones divinas; su laboriosidad de carpintero honesto y responsable y su presencia, silenciosamente contemplativa, constante y paterna, alrededor del Hijo de Dios.
Un hombre grande e insustituible, que transita en la historia sin hacer ruidos, como el ‘padre legal’ de Jesús y como aquel que, aceptando la sorprendente intervención de Dios que entra en su vida, toma parte en el cumplimiento de la promesa de salvación, que Dios está llevando a cabo en su hijo Jesús. José: un hombre que no predica y que nunca habla; uno que, simplemente, vive ya con el estilo del Evangelio de su hijo.
Un hombre ‘justo’ y que presume sólo su trabajo y su ‘misteriosa’ familia, a la que ama entrañablemente y sirve hasta la muerte. Un hombre ‘puro’, cuya pureza es ‘virginidad’ de hombre que no fecunda; su pureza es la de aquél cuyas manos tocan sólo madera, martillo y cinceles.
La promesa de Isaías.
El antecedente más remoto, del nacimiento ‘diverso’ de Jesús, lo encontramos en la profecía de Isaías: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios con nosotros”.
La cadena de la promesa salvadora de Dios, que vincula Jesús a la estirpe de David a través de José, insertándolo así en la humanidad, se está dando. Dios, de hecho, nunca incumple lo que promete y, para su realización, se sirve de personajes sencillos y humildes como María y José.
Parece que, en la metodología divina, no cabe la posibilidad de presencias humanas poderosas y apabullantes. Para Dios, en la humildad reside la verdadera grandeza. Gracias a José y María, el ‘Emmanuel’, o sea, ‘Dios con nosotros’, ha entrado en nuestra historia.
Conclusión.
El conjunto de circunstancias ‘prodigiosas’, que entornan la venida de Jesús entre nosotros, podría suscitar, en algunos, un cierto razonable rechazo. En efecto, no se comprende el por qué de un nacimiento de un bebé tan extraño y contrario a la naturaleza; el por qué, más precisamente, de una maternidad y de un parto ‘virginal’.
Volviendo al tiempo de Jesús, era creencia común la de que los dioses habían sido engendrados virginalmente. Por ser ‘Dios’, por tanto, también Jesús debía nacer como los demás: virginalmente. La diferencia, sin embargo, fue que, mientras los nacimientos virginales de los dioses eran mitología, el de Jesús fue real.
Además, por tratarse de un ser humano-divino, es decir, del hijo de Dios, nuevo Mesías, Salvador del mundo y Redentor de la humanidad, no nos debe extrañar que haya nacido de manera extraordinariamente única. Es la magnitud del personaje que justifica lo extraordinario de su venida histórica al mundo.
Frente a la magnitud del misterio, que se repite en cada Navidad, el evangelio de hoy parece indicarnos cómo acogerlo y lo hace proponiéndonos a José, el padre legal de Jesús y esposo de María. Asumamos, por tanto, sus actitudes e imitémoslo fielmente.
Umberto Marsich
www.imdosoc.org.mx
Domingo de Adviento: 5 de Diciembre 2010
San Mateo 3,1-12.
Juan el Bautista.
En nuestro caminar hacia Belén nos encontramos, hoy, con Juan el Bautista, por cierto, una de las mayores figuras pedagógicas del tiempo de Adviento, cuya palabra áspera y dura como la piedra hace eco a la de los antiguos profetas. Juan es el ‘precursor’ de Jesús. En efecto, ha sido mandado para prepararle el camino y ser su ‘voz’. Como tal, nos dice el evangelista Mateo: “Comenzó a predicar en el desierto de Judea”, invitando al auditorio a prepararse para la inminente venida del ‘Juicio Final’ que, según él, vendría de la mano del Mesías.
En el desierto se habían refugiado aquellos israelitas que mantenía, de alguna forma, una actitud de ‘resistencia espiritual’ al judaísmo y de fidelidad a la predicación de Juan. Juan, con su predicación, lo que intenta es poner al pueblo en situación de acoger el Reino, que se acerca en la persona de Jesús. Su palabra, en aquellos años, en que se estaba esperando al Mesías, causaba profunda impresión.
Prepararse, en el mensaje del Bautista, significa ‘convertirse’ al Señor: “Conviértanse –grita Juan desde la austeridad del desierto- porque ya está cerca el Reino de los cielos”. El ‘Reino’ será, luego, la buena noticia de Jesús, en vista del juicio final y es, también, el símbolo de Jesús mismo: la plenitud de esa vida, que Dios quiere regalar a quienes estén dispuestos a recibirlo.
La forma de vestirse y de vivir de Juan es claramente austera y según su estilo ‘profético’ de ser y actuar: “Usaba una túnica de pelo de camello –nos relata el evangelista- ceñida con un cinturón de cuero, y se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre”. Su presencia, siguiendo el relato evangélico, atraía a los habitantes de Jerusalén y convertía a toda clase de gente, incluyendo a fariseos y saduceos. La conversión de estos últimos revela claramente el nivel de decepción que el judaísmo había provocado. Además, la llegada de Jesús, por parte de Juan, es presentada para ellos como juicio de Dios, que reprueba la hipocresía del corazón. Ante éstos, en efecto, Juan no anda con rodeos y no tiene dificultad en decirles: “Raza de víboras”.
Tampoco la tuviera hoy hacia nosotros, en caso de necesidad. Intenta, en efecto, hacernos comprender que ya no es el momento de la ambigüedad. Ahora, la palabra de Dios quiere claridad y verdad en lo profundo del corazón. Los fariseos y saduceos ya no pueden decir ‘tenemos por padre a Abrahán’; tampoco les sirven los privilegios de ‘raza’. Ante el Reino que está a punto de irrumpir en la historia y ante el Señor que llega, todos deben ‘cambiar de vida’, convertirse y prepararse para acoger ‘al más fuerte’.
La imagen del Mesías según Juan el Bautista.
Refiriéndose, luego, a la llegada del Mesías, Juan no hace descuentos y lo presenta como un juez severo y exigente evocando, así, las páginas de las profecías del Antiguo Testamento: “Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto, será cortado y arrojado al fuego”. Más adelante, refuerza la prerrogativa evocada con la imagen del ‘bieldo’: “Él tiene el bieldo en su mano para separar el trigo de la paja; guardará el trigo en su granero y quemará la paja en un fuego que no se extingue”. El fuego que no se extingue, desde luego, ratifica la idea del juicio final, cuyos efectos serán ‘eternos’.
Con sincera humildad, a continuación, Juan reconoce la magnitud del Mesías, cuya llegada está anunciando, y reitera la novedad de un nuevo Bautismo de remisión de los pecados que sólo Él puede establecer entre los creyentes. En propósito, Juan declara: “Yo los bautizo con agua, en señal de que ustedes se han convertido; pero el que viene después de mí, es más fuerte que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias”. Luego, prosigue exaltando la poderosa eficacia del ‘Bautismo en el Espíritu’ de Jesús: “Él los bautizará en el Espíritu Santo y su fuego”. Humildemente, Juan parece hacerse de lado en vista de la irrupción, tan esperada, del Mesías en el escenario de la historia. Frente al nuevo Bautismo en el Espíritu del Maestro, su bautismo de inmersión, símbolo de purificación moral y no sólo ritual, le cede el lugar. Por cierto, el Bautismo de Jesús purifica, pero, será también ‘fuego’ purificador para los que no darán buenos frutos.
Motivados por las fuertes palabras de Juan, ahora, nos toca a nosotros prepararnos de verdad a la venida de Jesús y recibirlo con fe y esperanza. El anuncio de Juan, que hemos escuchado, debería llevarnos a examinar nuestra propia vida y a desear purificación. Como oyentes de la ‘Palabra’, deberíamos sentir que el término ‘conversión’ nos toca profundamente y ya no podemos ser como antes. Es necesario cambiar de mentalidad y conformar nuestra vida al Evangelio. En pocas palabras, debemos convertirnos al Señor y, de una vez, ser cristianos de ‘tiempo completo’. Siempre.
Humberto Marsich
Domingo Mundial de las Misiones: El ejemplo arrastra
Isaías 56, 1.6-7
“Mi templo será la casa de oración para todos los pueblos”
Salmo 66
“Que todos los pueblos conozcan tu bondad”
I Carta a Timoteo 2, 1-8
“Dios quiere que todos los hombres se salven”
San Mateo 28, 16-20:
“En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el que Jesús los había citado. Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos titubeaban.
Entonces, Jesús se acercó a ellos y les dijo: ‘Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y enseñan a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado; y sepan que yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” Palabra del Señor.
Vale la pena creer en el Evangelio
“No puede uno resistirse al encanto de una vida así: por fuerza tiene que cuestionarse sobre las bases y razones de su actuar” El voluntario europeo que vino a participar de los trabajos comunitarios explica sus palabras: “Vine yo con toda la intención de ayudar a quienes sufren la marginación y la pobreza. Es muy poco lo que he aportado y lo he hecho de todo corazón. Pero es mucho más lo que he aprendido. Al principio me ponían en shock las actitudes de la comunidad. Para todo tenían que hacer oración, buscar la palabra de la Biblia. Pero cuando descubrí que no solamente son palabras, que su compromiso es en serio, que están dispuestos a compartir lo poquito que tienen, que en todo momento ponen a Dios como la razón de su vida, cuando te abren el corazón y luchan por ti que apenas te conocen… Cuando son coherentes entre lo que dicen y lo que hacen, no puede uno menos que cuestionarse por qué nosotros hemos dejado la fe y la tenemos olvidada, criticada y considerada como un retraso. Cuando contempla uno vidas así, necesariamente tiene que decir que vale la pena creer en el Evangelio”
Domingo Mundial de las Misiones
Hoy celebramos el día mundial de las Misiones y nos ponemos a contemplar a Jesús, tal y como nos lo presenta San Mateo porque así entenderemos mejor lo que significa misionar. Con frecuencia entendemos que misionar significa solamente ir a enseñar a los que no conocen a Jesús poniéndonos nosotros como maestros y ejemplos a seguir… pero misionar significa mucho más. Para iniciar, el lugar de la cita donde Jesús manifiesta su mandato es en Galilea. Y ya sabemos nosotros todo lo que significa Galilea: es el lugar y la forma que escogió Jesús para cumplir la misión encomendada por el Padre. Galilea significa el pobre y el pequeño asumido con amor. Galilea manifiesta el rechazo y los conflictos que sufrió Jesús por anunciar su evangelio. Galilea nos enseña el camino para asumir la responsabilidad de ser discípulos de Jesús. El lugar es pues Galilea pero también es el monte. Así se unen los dos polos que jalonan la misión: desde el pobre pero encaminada directa y expresamente hacia Dios; desde el marginado pero para hacerlo partícipe del mayor de los amores. No puede haber otros intereses ni otras ganancias. La misión debe estar encaminada hacia Dios, hacia su voluntad, hacia su plan de salvación: hacer de todos los hombres una gran familia donde sólo haya un Padre común de todos.
La base de la Misión
El mandato de Jesús se sustenta en una premisa que nunca podremos olvidar: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”. Desde este principio de su ministerio queda muy claro cuál es su poderío. Cuando los discípulos pretendieron hacer resaltar el poder de Jesús, se encontraron con un poder muy diferente al que tienen de los jefes de las naciones que las oprimen y tiranizan; su reinado está basado en el servicio: no ha venido a ser servido sino a servir; no ha venido a condenar sino a dar vida y plenitud. Ese es el Señorío de Jesús y ésta es la premisa que manifiesta a sus discípulos. Es desde esta perspectiva que los discípulos de Jesús dispersos por todo el mundo deben trabajar y esforzarse. De ningún modo la Iglesia debe actuar para extender su poder o afirmar su dominio, sino para llevar a todos a Cristo, salvación del mundo. Los discípulos no debemos pedir otra cosa sino ponernos al servicio de la humanidad, especialmente de aquella más sufriente y marginada, porque creemos que el esfuerzo orientado al anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro tiempo es la única forma de hacer visible el Reino de Dios.
“Vayan y enseñen a todas las naciones”
El objetivo del mandato de Jesús son todos los hombres. La humanidad entera tiene la vocación radical de buscar su fuente en Dios y de encontrar en Dios el destino de su caminar. Sólo en Jesús se puede restaurar el hombre quebrantado y dividido. La dispersión, la multiplicidad, el conflicto, la enemistad, encontrarán su paz y serán reconciliados mediante la sangre de la Cruz y nuevamente conducidos a la unidad. Lo que ya se preveía en todo el Evangelio de San Mateo ahora se hace explicito y con carácter de mandato: no puede haber exclusivismos, no puede haber privilegios, no puede haber condena para los otros pueblos por el simple hecho de ser “otros”; el plan de salvación por el que Jesús ha dado la vida implica la restauración de la hermandad universal colocada en los brazos amorosos de un solo Padre. A un mundo que deambula en la oscuridad y el pesimismo, los discípulos de Jesús deben ofrecer y contagiar su esperanza, no basados en sus propias fuerzas o en sus propios métodos, sino en el poder y fortaleza de Jesús que dando la vida y resucitando nos abre caminos nuevos para que todos los pueblos unidos sean el único pueblo de Dios.
“Enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado”
La forma en la que el discípulo debe enseñar, es la misma forma en que lo hizo Jesús. Enseñaba con autoridad y no como los escribas y fariseos. Su autoridad se basada en vivir lo que enseñaba y de ahí brotaba la admiración de todas la gentes. Quizás nosotros hayamos hablado mucho y actuado poco. Por eso el mundo en que nos movemos no manifiesta los valores del Reino, sino todo lo contrario. Las condiciones de vida de muchos abandonados, excluidos e ignorados en su miseria y su dolor, contradicen el proyecto del Padre y nos interpelan a un mayor compromiso a favor de la vida que nos ofrece Jesús. Hemos aprendido de Jesús que la vida se acrecienta dándola y se debilita en el egoísmo, en el aislamiento y en la comodidad. Sin embargo no logramos superar esas barreras y nos dejamos conducir por los criterios del mundo. Hoy nuevamente Jesús nos recuerda su proyecto de instaurar el Reino de su Padre y nos pide que proclamemos su evangelio y anunciemos que está llegando el Reino de los Cielos. Si nuestro anhelo de compartir brota de la experiencia, como dice San Pablo, de experimentar que estamos sumergidos en el amor de Dios y que nos envuelve el amor de Jesús, no podemos callar ni ocultar esta experiencia. Seremos testigos de amor y anunciaremos forzosamente esta riqueza que no se puede ocultar. Y lo haremos a todos los hombres sin excepciones porque el amor de Jesús sobrepasa todas las barreras y es más profundo, más elevado, más extenso y amplio que toda capacidad humana. En el Amor de Dios todos cabemos sin excepciones y si esto lo hemos experimentado no lo podemos callar.
El ejemplo arrastra
Nuestra palabra sólo será creíble cuando proclamemos el mensaje íntegro y seamos coherentes en la búsqueda de una vida plena para todos. Por eso el rostro del misionero, del discípulo, debe transparentar el don de la vida que Cristo trae para cada hombre y mujer de nuestro mundo. No podemos ni debemos mutilar el evangelio ni en su contenido ni en sus destinatarios aunque no sea comprendido. Es muy cierto que el discípulo sigue el mismo camino y sufre la misma suerte de Cristo, porque no actúa según una lógica humana o contando con las razones de la fuerza, sino siguiendo la vía de la Cruz y haciéndose, en obediencia filial al Padre, testigo y compañero de viaje de esta humanidad. Pero no debemos temer al fracaso o a la oscuridad porque el mismo Jesús nos hace su promesa: “Yo estaré con ustedes todos los días”. Que este día mundial de las misiones, nos convirtamos en testigos alegres, coherentes y comprometidos para dar el mismo testimonio de Jesús “para que el mundo crea”. Jesús quiere plenitud en todos los sentidos: todo su poder, todas las naciones, todo su mensaje que implica una plenitud de vida para toda la humanidad. Y no olvidemos su promesa de su presencia todos los días hasta el final de los tiempos.
Escucha, Padre Bueno, los clamores de tu pueblo y por la fuerza de tu Espíritu, concédenos que la Buena Noticia de Jesús se extienda por todo el mundo para que toda la humanidad tenga vida plena. Amén.
+ Enrique Díaz Díaz
Obispo Auxiliar de San Cristóbal de las Casas