El anuncio de la muy próxima beatificación de Juan Pablo II ha llenado los periódicos de todo el mundo y ha llamado la atención de todos los noticieros. En la absoluta mayoría de los lectores y oyentes, la noticia ha provocado sentimientos de regocijo y ha generado actitudes de sincera aceptación y júbilo.
Juan Pablo II, en efecto, ha sido el Papa de nuestras generaciones, que lo han visto frecuentar las calles de muchas de sus ciudades y que han vibrado de emoción al verlo transitar, aun rápidamente, en el ‘Papa móvil’.
Juan Pablo II en México.
México ha tenido el hermoso privilegio de hospedar a Juan Pablo II en bien cinco ocasiones.
La primera vez, que vino, fue también su primer viaje, en absoluto, desde que había sido elegido sucesor de Pedro, en el conclave de octubre 1978. Un viaje que le permitió descubrir el verdadero estilo de su pontificado, es decir, el de ‘peregrinante’.
En un clima políticamente ríspido y empapado de ambigüedades llegó a México, por primera vez, en el mes de enero de 1979. Su presencia sacudió el alma de todos los mexicanos y, aun en su fugacidad, se convirtió en inolvidable personaje ‘estelar’.
La riqueza de sus mensajes; el impacto de su personalidad; el testimonio evangélico de su fe; la brillantez de su comunicación y la espontaneidad de sus actos cautivaron profundamente el corazón de todos.
La defensa de la dignidad humana.
México y América Latina, en general, son parte del ‘tercer mundo’ y, en cuanto tales, padecen la gran mayoría de sus contradicciones sociales: desigualdades económicas escandalosas, aumento constante de la pobreza, escasez de viviendas dignas, salarios de hambre, falta de asistencia sanitaria para la casi totalidad del pueblo y nivel educativo de baja calidad; el campesinado es improductivo y los indígenas siguen siendo marginados.
Juan Pablo II, consciente de esta realidad, durante sus viajes a México desplegó, de propósito, una secuencia de enseñanzas finalizadas a defender, primeramente, la ‘dignidad de la persona humana’ juntamente a sus derechos y, secundariamente, a denunciar la ‘injusticia social’, generadora de los múltiples males sociales.
Ya desde su primer viaje, en efecto, el Papa quiso contagiar, en los sacerdotes mexicanos, el estilo de vida sobrio, que él mismo había adoptado, e intentó compartirles el sentido de su ministerio, o sea, la preocupación prioritaria por la conversión de los fieles al amor de Dios y al prójimo y, consecuentemente, el compromiso “en la promoción y dignificación del hombre”.
Desde este mensaje, señalamos la naturaleza ‘integral’ de su apostolado pontificio, es decir, incluyente de la dimensión espiritual y ‘social’ de la persona humana. Evitando, desde luego, el peligro de socializar unilateralmente la fe cristiana, el Papa, en México, reiteró la obligación moral de que los cristianos fomenten la promoción humana y luchen por la justicia.
El reclamo por los derechos de los pobres.
Ante el panorama social lamentable de México y de todo el continente americano, Juan Pablo II, confesando su inconformidad, denuncia sin miedo varias situaciones intolerables.
Entre ellas, reconoce que “el mundo del campo es deprimido y que la situación del trabajador, que con su sudor riega también su desconsuelo, no puede esperar más a que se reconozca plena y eficazmente su dignidad, no inferior, por cierto, a la de cualquier otro sector social”.
En seguida, desde México, le exige al mundo que se respeten ‘los derechos’ de todo trabajador: “El trabajador –son palabras del Papa en México- tiene derecho a que se le respete, a que no se le prive de lo poco que tiene… tiene derecho a que se le quiten las barreras de explotación, hechas frecuentemente de egoísmos intolerables… tiene derecho a la ayuda eficaz, que no es limosna ni migajas de justicia para que tenga acceso al desarrollo, que su dignidad de hombre y de hijo de Dios, merece”.
Es conocida, por todos, la enorme sensibilidad humana de este Papa. En particular, aquella que ha manifestado a lo largo de todo su pontificado, acerca de los injustamente ‘pobres’ del mundo.
En el primer viaje a México, de hecho, les declaró toda su solidaridad y afecto y así les habló: “Me siento solidario con ustedes porque, siendo pobres, tienen derecho a mis particulares desvelos”.
Para reducir las desigualdades sociales y la pobreza en el mundo, pidió a los ‘favorecidos de medios’, o sea, a los ricos, más justicia y solidaridad. En este plan, les recordó que su deber es “promover una mayor justicia, y aun dando de lo propio, para que a nadie falte el conveniente alimento, vestido, habitación, cultura y trabajo, o sea, todo lo que da dignidad a la persona humana”.
El pobre: ‘rostro de Cristo sufriente’.
En el viaje a México de 1990, visitando la populosa ciudad de Chalco, se encontró nuevamente con los pobres, sus predilectos hijos, en quienes confesó ver el ‘rostro de Cristo’.
A los rostros de Cristo sufriente, por cierto, les dijo: “En muchos de ustedes descubro el rostro de Cristo sufriente: rostros de niños víctimas de la pobreza, niños abandonados, sin escuela, sin ambiente familiar sano; rostros de jóvenes desorientados por no encontrar lugar en la sociedad… rostros de obreros frecuentemente mal retribuidos… rostros de subempleados y desempleados, despedidos por las duras exigencias de crisis económicas… rostros de madres y padres de familia, angustiados por no tener los medios para sustentar y educar a sus hijos; rostros de marginados y hacinados urbanos…rostros de ancianos desamparados y olvidados”.
Lo que más duele al hombre, desde luego, es verse privado o aplastado en su dignidad. Consciente de esta realidad, Juan Pablo II, en sus visitas a México, y en especial en las ciudades de Chalco, Veracruz y Aguascalientes, reiteró la urgencia de restaurar esta dignidad en todos los mexicanos.
Visitando, luego, la Virgen de S. Juan de los Lagos, oró por todos los marginados y, en su encuentro con los presos en el CERESO de Durango, expresó su fraternal interés por ellos.
A través de estos gestos de amor nos dio a entender cómo se vive, con autenticidad, la fe cristiana.
La urgencia de dignificar a la mujer y de no discriminar a los hermanos indígenas.
Durante la cobertura del Santo Padre en México, llamó poderosamente la atención la celebración que dedicó a las mujeres mexicanas en el ‘Día de la Madre’, donde reafirmó el valor de su ‘dignificación’ y el aprecio del papel que, como esposa, realiza en la familia a favor de la ‘Iglesia doméstica’.
De pasadita por Mérida en 1993, evidenciando una vez más su preocupación social por los marginados, pidió a las comunidades indígenas del continente ser, por la riqueza de su cosmovisión humanista, ‘sal de la tierra’.
En su penúltimo viaje, con motivo de la presentación del documento ‘Ecclesia in America”, abordó, una vez más, los temas de la dignidad de la mujer, la corrupción, el abuso de países desarrollados a pueblos pobres, los derechos humanos, el comercio mercantilista, la drogadicción, el cuidado del ambiente y el peligro armamentista en la región.
En este mismo viaje, desde el autódromo de los hermanos Rodríguez, se oyó el ‘lamento’ del Papa por el olvido “de los valores trascendentes de la persona humana: su dignidad y libertad, su derecho inviolable a la vida y el don inestimable de la familia”.
Juan Pablo II inició a escribir su historia de ‘Papa Peregrino’ exactamente en México. Y ha sido aquí donde empezó a proclamar los grandes temas sociales de la Doctrina de la Iglesia: la justicia social, la defensa de la familia, la práctica de la solidaridad, la búsqueda del el bien común, la tutela del ambiente y la paz universal, entre otros.
Concluyendo.
Reconocemos que los viajes de Juan Pablo II a México han sido parte de un regalo valiosísimo de la Providencia Divina y un espléndido destello de la gloria del Reino de Dios, entre nosotros.
Juan Pablo II ya no está físicamente con nosotros, pero, puede permanecer, en espíritu, mientras el recuerdo de sus visitas y la trascendencia de sus mensajes sociales perduren.
Umberto Marsich
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