La urgencia de cambios eclesiales
En los años setenta y ochenta, tiempo de las inquietas y activas teologías de la praxis, o contextualizadas, los representantes de la teología política señalaban la urgencia de que los creyentes ‘desprivatizáramos’ nuestra fe, es decir, no la consideráramos únicamente como una experiencia religiosamente íntima, sino con proyección y compromiso social.
Hasta dentro de la misma Iglesia institucional se habían levantado protestas y manifestado inconformidades con un cierto proyecto de Iglesia estática, coludida con el capitalismo económico y el estatus quo político, y poco amiga de los pobres.
El Concilio Vaticano II había ya abanderado, para la Iglesia universal, itinerarios vivenciales y doctrinales más abiertos al mundo, a sus esperanzas y gozos; mas, sin embargo, las estructuras eclesiales se resistían a cambiar.
Implicación conciliar fue, finalmente, la de poner a los pobres en el centro de su corazón, es decir, de su preocupación. Solamente así quedaba, de hecho, ‘configurada evangélicamente’, según el espíritu de las ‘bienaventuranzas’.
Las orientaciones del Papa Pablo VI en orden a una evangelización integral
Afortunadamente, el Papa Pablo VI, contra mares y vientos, se entregó decididamente a la reforma de la Iglesia (cfr. Encíclica programática Eclesiam Suam, 1964) reclamada por el Concilio y, con sus espléndidas encíclicas sociales, marcó claramente un nuevo rumbo.
A manera de pruebas, nada más mencionamos, de sus documentos sociales, la encíclica Populorum Progressio (1967), sobre la dimensión moral del ‘desarrollo’; la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (1975) acerca de la nueva evangelización del mundo contemporáneo, incluyente de la categoría de la ‘liberación’ y la carta apostólica Octogesima Adveniens (1971), motivadora de la libertad de opción política de los católicos.
Gracias a las teologías mencionadas anteriormente y a este impulso doctrinal y práctico de Pablo VI, poco a poco, la Iglesia fue abrazando las grandes causas sociales de la humanidad, incorporándolas en su ‘misión evangelizadora’.
En efecto, la evangelización, si quiere ser correcta y fiel al Señor y a la misión de la Iglesia en el mundo, hoy, debe ser ‘integral’ e incluir la ‘promoción humana’ y la ‘lucha por la justicia’. Diversamente, quedaría ‘mutilada’ y alejada de la voluntad misma del Señor. Consecuentemente, tampoco la vivencia de la fe, sin apertura hacia los problemas y luchas sociales, y sin compromisos concretos para su solución, resultaría auténtica.
No acaso, el apóstol Santiago, en su carta, escribía que la fe sin obras está muerta: “Hombre tonto, ¿quieres convencerte de que la fe que no actúa no sirve?… La fe que no produce obras está muerta” (20 y 26).
La dimensión social de la fe
La dimensión social, en efecto, revitaliza la fe; le otorga dinamismo y la convierte en un gran impulso de transformación social. La conversión del corazón, que todo creyente es llamado a experimentar y vivir, debe complementarse con la transformación de las estructuras sociales.
Los creyentes, en fin, debemos salir de la cáscara del individualismo, que nos envuelve, para proyectarnos decididamente en acciones destinadas a modificar el ‘desorden establecido’ al que estamos atados y que, pecaminosamente, reforzamos con nuestra cómplice pasividad personal y apatía comunitaria.
También la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano II, recalca estos conceptos, cuando nos invita a no conformarnos con una ética meramente individualista: “La profunda y rápida trasformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista” (30).
Luego, en el mismo número, el documento continúa señalándonos el ‘deber humano y cristiano’, que tenemos, de participar en la construcción del bien común: “El deber de justicia y caridad se cumple cada vez más contribuyendo cada uno al bien común según la propia capacidad y la necesidad ajena”.
Conclusión
Como discípulos misioneros de Jesús reconocemos la grandeza de nuestra vocación y, por ende, la obligación de ‘producir frutos para la vida del mundo en la caridad’.
Además, no olvidemos que, como seres humanos, nacemos y somos esencialmente ‘sociales’. Hay, por tanto, vínculos de interdependencia que nos unen los unos a los otros y de los cuales no podemos prescindir. También la fe en Dios, que hemos recibido en don y aceptado libremente, desde luego, debe ser vivida como tal: en reciprocidad y solidaridad social.
Umberto Mauro Marsich
Fuente: Signo de los tiempos, Año XXVI, N. 209, diciembre 2010, p.12
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