Manuel Cruz - 03/01/2011
Ante la contemplación de millares de familias reunidas en torno al altar levantado en el corazón de Madrid, brotaba en mi corazón en paradójico sentimiento de gratitud hacia el laicismo radical impuesto en las dos legislaturas de Zapatero. Ha sido necesario que este laicismo se quitara la máscara del talante, con la aprobación sin consenso de leyes en esencia anticristianas, para que las familias católicas despertasen de su aparente letargo para dar testimonio de sus convicciones.
Por supuesto, otras muchas preguntas brotaban de manera natural entre el grupo de amigos que allí estábamos. ¿Qué amenaza representa la familia natural para un proyecto ideológico que pretende -¡oh mentiras políticas!- el bienestar de la sociedad? ¿Por qué ese empeño en destruir la institución familiar so pretexto de progreso social? Nos acordábamos de las suicidas teorías neomaltusianas de los grandes cerebros de las Universidades de Stanford y Massachussets, asumidas con entusiasmo en plena “guerra fría” por la Administración norteamericana -también por la ONU. Que dejó de proteger los derechos humanos- y que se han convertido en el detonante de la actual crisis económica, por falta de natalidad y la prolongación de la vida natural.
Decían aquéllas eminencias que el mundo viviría mejor y disfrutaría más con menos hijos… y ya vemos las consecuencias. Ahora nos apretamos el cinturón, congelamos las pensiones, prolongamos la edad de jubilación y nos llenamos de botellones, fiestas y luces artificiales para disfrazar el fracaso de humanidad a que nos han conducido los maestros de la nueva “sabiduría” laicista, al tiempo que ha arreciado el acoso contra la familia y la natalidad.
¿Por qué esta contradicción? En realidad no hay tal: el ataque a la familia va paralelo al ataque a la religión católica. No podemos olvidar, obviamente, la persecución contra los cristianos en el mundo islámico, donde el “yihadismo” goza de la complicidad más o menos patente de las autoridades. Pero, como afirmaba el Papa en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, hay formas más sofisticadas contra la religión en nuestros países desarrollados, que se expresan renegando de la historia y de los símbolos religiosos.
Y volvemos a preguntar ¿por qué, si esos sutiles ataques fomentan el odio y los prejuicios? La respuesta está en la misma pregunta: precisamente para excluir de la sociedad a los creyentes por la sencilla razón de que son los primeros defensores de los derechos fundamentales, en especial la libertad. La familia, en este contexto, se ha convertido en la gran muralla a abatir por representar la vanguardia de la fe. Y esta es la gran realidad que responde a todas las preguntas que nos hacíamos: el enemigo del laicismo es la fe en Dios.
Digámoslo sin rodeos: el laicismo quiere imponerse, a través de las leyes, en la religión del Estado. Y como el laicismo es incompatible con la religión, se ataca a la Iglesia católica en lo más sensible de la sociedad: la familia. Esta explicación la conocemos bien los cristianos que, hay que recordarlo sin animosidad alguna, hemos vivido en toda Europa décadas de somnolencia espiritual, herencia en nuestro país de excesivos años del llamado “nacionalcatolicismo”, todo un compendio de hipocresía y aburguesamiento de buena parte de la sociedad.
Así que me reafirmo en mi convicción de que el laicismo, y la crisis de valores que conlleva, han contribuido a que los cristianos empecemos a preguntarnos por nuestras raíces, por lo esencial. Y lo esencial no es otra cosa que el encuentro con Dios encarnado, con Jesús que permanecerá hasta el final de los tiempos en la Eucaristía.
Pero al margen de la fe, no nos hagamos demasiadas ilusiones. La familia, ciertamente, es la esperanza de la humanidad, pero los poderes públicos –unos más que otros, según las tendencias ideológicas- tenderán siempre a legislar como si Dios no existiera. Ya veremos qué hará en España el Partido Popular, cuando gane las elecciones, para conformar la legislación heredada del socialismo agnóstico, en un mínimo común de consenso que recupere la aconfesionalidad del Estado, es decir, la sana laicidad que defiende la libertad religiosa sin necesidad de asumir ningún credo.
Lo que importa es el comportamiento de esa amplia minoría de creyentes practicantes y de ciudadanos de recta conciencia que hemos estado en la Plaza de Colón, en coherencia con la fe que profesamos. El laicismo nos lo ha puesto difícil porque rema a favor de la corriente hedonista que ha relegado la responsabilidad personal y social al último rincón de las conciencias. Si somos la esperanza de un mundo futuro de progreso moral y ético, tenemos ante nosotros un reto inmenso pero apasionante, como recordaba el cardenal Rouco Varela en su bella homilía: el reto de ser cristianos auténticos. Es la responsabilidad que conlleva creer en la Encarnación. No le demos más vueltas.
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