jueves, 13 de enero de 2011

Este es el Hijo de Dios

II domingo Ordinario: 16 de enero de 2011

El encuentro de Juan el Bautista con Jesús.
Juan, ante los enviados del sanedrín, había ya negado ser el Mesías y se identificó, en cambio, como su precursor. Ahora, que finalmente se encuentra con él, testifica a favor suyo declarando quién es: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”. La declaración es contundentemente finalizada a evidenciar la identidad ‘mesiánica’ de Jesús.
En efecto, únicamente el Hijo de Dios tiene el poder de rescatar a la humanidad, perdonándole los pecados. Por ser simultáneamente humano y divino Jesús asocia, en sí, a través de su muerte y resurrección, la autoridad de redimir al hombre y reconciliarlo con el Padre.
En el concepto del ‘cordero’, por cierto, se concentra el misterio pascual de Jesús, por el cual, obedeciendo al Padre hasta la muerte en cruz, nos ha salvado. Exactamente como aconteció con el ‘cordero pascual’ con cuya sangre los israelitas salpicaron las puertas de sus casas salvándose. En Isaías también, bajo la imagen de un cordero conducido al matadero, se anuncia la pasión y la muerte del Mesías, instrumento de expiación de los pecados humanos (Cap. 53).
Es indudable, por tanto, que el Bautista, con esta expresión, estuviera haciendo referencia, también, al cordero pascual, inmolado cada año para las fiestas de Pascua, en las que se celebraba la liberación de la esclavitud de Egipto.
El Bautista, señalando a Jesús con el dedo, lo llama ‘el cordero de Dios’. El artículo determinado está indicando que se trata de algún personaje importante que se supone ya conocido. Parece ser el cordero escogido de antemano y predestinado por Dios para borrar los pecados del género humano. Por esta razón, Jesús es definido como el cordero, o siervo, sacrificado ‘de Dios’.
Ahora que el Mesías hace su aparición, el Bautista, dando cumplimiento al encargo recibido, lo da a conocer al pueblo reunido en torno suyo, y para ello se sirve de las palabras de Isaías. Y advierte a sus oyentes que éste ‘quitará’, es decir, destruirá el ‘pecado del mundo’.
El pecado del mundo.
En ese ‘pecado del mundo’ se concentra toda la pecaminosidad humana de todos los tiempos. Es la categoría teológica que, de hecho, refleja ese ambiente de pecado que es el resultado de la solidaridad en el mal de todos los hombres y causante de su crecimiento y prosperidad.
Sólo Cristo, en cuanto encarnación humana de la misericordia del padre, puede romper la cadena del pecado que nos une a todos solidariamente.
El misterio de iniquidad, eso es el pecado del mundo, ha sido derribado por el misterio de salvación, en Cristo. Jesús, en efecto, es aquel que expía los pecados del género humano y trae la salvación esperada para los últimos tiempos.
Últimos tiempos que ya han empezado desde cuando Cristo se ha entrañado en este mundo ‘descompuesto’ para hacerlo ‘nuevo’. La verdad es, entonces, que el perdón de nuestros pecados es una realidad al asumir Jesús, sobre sí, todos los pecados de la humanidad ofreciendo su propia vida.
“Vio Juan el Bautista a Jesús que venía hacia él”: de dónde viene y por qué, no se dice. Al evangelista sólo le interesa consignar el testimonio de Juan acerca del valor expiatorio de la muerte de Cristo y que, por tanto, el cordero de Dios, del cual habla, se ha de entender como el cordero pascual, ofrecido en el sacrificio de la cruz, para la redención de la humanidad pecadora.
Jesús más grande del Bautista.
El precursor, con afán de dar testimonio de la magnitud de la persona de Jesús, en términos explícitos, dice que este Jesús, que camina hacia él, es aquel cuya llegada ha venido anunciando en el curso de su predicación: “Éste –reconoce el Bautista- es aquel de quien he dicho…que tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo”.
Para justificar, luego, su declaración de que en este Jesús se ha hecho presente el anunciado personaje más grande que él, se remite a una revelación que, al respecto, recibió directamente de Dios en ocasión del bautismo.
A tal conocimiento no llegó sino a través de aquella revelación de Dios, que le confió el encargo de bautizar. Además, reitera que su bautismo, por la conversión de los pecados, ha sido superado y sustituido por el Bautismo en el Espíritu Santo de Jesús mismo: “Ese es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo”.
Dios reveló a Juan que el que habrá de administrar el ‘bautismo superior’, es decir, el bautismo del Espíritu, es aquel sobre el cual él haya visto descender el Espíritu Santo.
Pues bien, en presencia de los que lo escuchan, confiesa ahora solemnemente que, de hecho, fue testigo de cómo el Espíritu santo descendió sobre Jesús en forma de paloma y se posó sobre él: “Vi al Espíritu –declara Juan- descender del cielo en forma de paloma y posarse sobre él”.
Esta presencia permanente del Espíritu en Jesús, lo coloca, en el pensamiento de Juan, por encima de los profetas, los cuales sólo tuvieron el privilegio de una inspiración transitoria.
La cosa es que Jesús, de veras, es el ‘Hijo de Dios’ y Juan lo ratifica con decisión y convicción: “Pues bien yo lo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios”. ‘Hijo de Dios’, aquí, es un título con sabor mesiánico.
Conclusión.
En el cuarto evangelio es, por cierto, el precursor mismo quien es llamado a atestiguar que Jesús es el Hijo, el elegido de Dios. Para que no tengamos dudas el centro del testimonio del Bautista es efectivamente Cristo en la plenitud de su divinidad: cordero pascual, lleno del Espíritu Santo, Mesías anunciado y esperado, e Hijo elegido de Dios.
Recorriendo todo el evangelio nos damos cuenta, en efecto, de cómo toda la vida de Jesús está movida por este Espíritu que lo habita y que comunica a sus discípulos; que nos lo ofrece también a nosotros en el sacramento del Bautismo, para que vivamos nuestra misión evangelizadora en medio del mundo.
El Espíritu, que hemos recibido en el Bautismo, de hecho, es el mismo que animó la vida de Jesús; el mismo que lo impulsó a proclamar, sin miedo, la Palabra del Padre y a realizar cuanto tenía que llevar a cabo.
Esto significa que también nosotros, transformados en Hijos de Dios, hemos recibido la misma misión de Jesús, que es la de hacer presente el Reino del Padre en este mundo. Por el don del Espíritu Santo, que hemos recibido, en pocas palabras, estamos llamados a ser ‘otro Cristo’ en la tierra y, como el Bautista, a dar testimonio de Él.
Umberto Marsich



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